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Artículos
 
Racismo y pueblos indígenas en Argentina. Retos para la micropolítica escolar
Racism and indigenous peoples in Argentina. Challenges for school micropolitics
 

iDCarina Viviana Kaplan1

iDElisa Martina de los Ángeles Sulca2

 

1Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Argentina. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Correo electrónico: kaplancarina@gmail.com

2Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Instituto de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades. Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Salta, Argentina. Correo electrónico: elysulca@gmail.com

 
Resumen

En el presente artículo se analizan los mecanismos de la desigualdad y las expresiones del racismo étnico que atraviesan la historia de los pueblos indígenas en Argentina y que se reproducen y tensionan en la sociodinámica de la micropolítica de una escuela-albergue rural localizada en la provincia de Salta, en Argentina. A partir de los relatos de experiencias escolares de jóvenes del pueblo indígena tastil, se interpretan prácticas de humillación y discriminación que conllevan sentimientos de inferioridad.

Palabras clave: 
desigualdad; racismo; sentimientos de inferioridad; escuela secundaria; estudiantes indígenas.
 
Abstract

This article analyzes the mechanisms of inequality and expressions of ethnic racism that run through the history of indigenous peoples in Argentina and that are reproduced and stressed in the sociodynamic of the micropolitics of a rural hostel school located in the province of Salta, in Argentina. From the stories of school experiences of young people from the Tastil indigenous people, humiliation and discrimination practices are interpreted that lead to feelings of inferiority.

Keywords: 
inequality; racism; sentiment of inferiority; high school; indigenous students.
 
 
 
Introducción

La escuela, como microcosmos de lo social, tiende a reproducir las desigualdades históricas que excluyen a los pueblos indígenas del derecho a la educación, cercenando el acceso a un empleo digno, a la participación política, al sistema de la salud y de justicia (Vergara, 2015). En este artículo se analizan los mecanismos de la desigualdad y las expresiones del racismo étnico en la sociodinámica de la micropolítica de una escuela secundaria-albergue3 rural localizada en la provincia de Salta, en Argentina. Los testimonios obtenidos a través de entrevistas en profundidad a jóvenes del pueblo indígena tastil permiten interpretar prácticas de humillación y discriminación que conllevan sentimientos de inferioridad y de autoexclusión. La lucha por el reconocimiento es un elemento estructurante de las trayectorias socioeducativas. Tal como expresa Honneth (1997), la subjetividad necesita de la praxis social del derecho para poder autoafirmarse. El autor destaca una forma de reconocimiento que denomina solidaridad. Se trata de una serie de prácticas sociales orientadas a que el sujeto perciba determinadas cualidades suyas como valiosas en virtud del logro de luchas colectivas. La forma de menosprecio que le corresponde a su privación es el descrédito que suelen padecer los miembros de aquellos grupos que son socialmente marginados en relación con la cultura dominante, como es el caso de los pueblos indígenas.

Poner el foco en una comunidad educativa particular puede ayudar a comprender con mayor nitidez los procesos estructurales de la desigualdad que denotan las condiciones de vulnerabilidad de niños, niñas y jóvenes pertenecientes a los pueblos indígenas. Elias (2003) se afirma en el supuesto de que estudiar el microcosmos de una pequeña comunidad puede mostrar tendencias más generales sobre las dinámicas contradictorias de reproducción y producción del orden social.

La selección de una pequeña unidad social como objeto de investigación de problemas que se pueden detectar en una gran variedad de unidades sociales más amplias y diferenciadas posibilita la exploración minuciosa de dichos problemas, por así decirlo, con microscopio (p. 221).

La desigualdad es una cuestión material estructural que se expresa en las interacciones cotidianas y en lo vínculos de interdependencia al interior de las instituciones educativas. Therborn (2015) explicita las diversas formas que asume la desigualdad, a la vez que caracteriza múltiples efectos en las trayectorias sociosubjetivas de las comunidades. Además de tratarse de la distribución desigual de los recursos materiales y económicos, es también un “ordenamiento sociocultural que reduce nuestras capacidades de funcionar como seres humanos” (p. 9) y produce efectos tales como prácticas de humillación y discriminación, así como la construcción de una autoestima desubjetivante y la negación de la autoimagen. Es decir, que las formas en que se concretiza la desigualdad social y educativa remite tanto a las determinaciones objetivas como a las constricciones simbólico-subjetivas de fabricación de las existencias individuales y colectivas.

En Argentina se registra la existencia de 43 pueblos indígenas4 localizados en contextos urbano-periféricos (81.9%) y rurales (18.1%). Según los datos disponibles correspondientes al censo nacional (INDEC, 2010), de un total de 40 millones de habitantes, 955,032 personas se declaran indígenas o descendientes de algún pueblo indígena. Los procesos de reconocimiento y autorreconocimiento de la identidad étnica se imbrican con transformaciones de largo plazo. Desde los orígenes del Estado (finales del siglo XIX y principio del XX) los pueblos indígenas han sido objeto de deslegitimación, pues sus sistemas de vida eran opuestos al proyecto hegemónico de la nación. Hecht (2007) señala que las políticas dirigidas a estos colectivos tendieron a la homogenización y a la asimilación e incluso al exterminio físico. El papel de la escuela pública se centró en imponer un conocimiento universal, una religión y una lengua a los fines de contribuir a crear lo que se ha dado en llamar un “sentimiento de argentinidad” (Novaro y Hecht, 2017: 70).

Desde inicios del siglo XXI se constata un fenómeno de creciente visibilidad del sufrimiento de los pueblos indígenas a través de avances en la institucionalización de un conjunto de normativas nacionales en concordancia con instrumentos jurídicos internacionales, entre los que se destaca la Reforma de la Constitución Nacional de 1994, que reconoce la preexistencia étnica y cultural, el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre pueblos indígenas y triviales en países independientes, ratificado por Argentina en el año 2000 que apela, entre otros, al derecho a mantener y fortalecer la diversidad cultural de los pueblos a través de las instituciones del Estado y la Ley de Educación Nacional número 26.206 sancionada en el año 2006, que establece el derecho a una educación intercultural bilingüe que preserve y fortalezca las pautas culturales, lenguas, cosmovisiones e identidades étnicas. Novaro y Hecht (2017) sostienen que estas “políticas impulsan una novedosa valoración de la diversidad socioétnica” (p. 61). No obstante, en los hechos “funcionan como una declaración de principios ‘del deber ser’, más que como una base operativa para acciones consecuentes” (Hecht, 2007: 187).

La pandemia de la covid-19 visibilizó y profundizó la estructura desigual de oportunidades e injusticias que obstaculiza la concreción del derecho a la educación de los pueblos indígenas. La suspensión de las clases presenciales en todos los niveles del sistema educativo5 como consecuencia del aislamiento social, preventivo y obligatorio (en adelante ASPO) establecido por el decreto de necesidad y urgencia 297/2020 implicó una virtualización forzada de la escolarización con el propósito de sostener la continuidad pedagógica. Ello requería de un “capital tecnológico/informático” (Kaplan y Piovani, 2018: 253) consistente en la posesión de recursos tecnológicos y en el dominio de ciertos conocimientos para su uso que les está vedado a las mayorías indígenas. Bourdieu (2001) destaca el hecho de que para la adquisición de los bienes materiales se requiere de un capital económico y que, a la vez, para poder hacer uso de tales bienes se precisa de “capacidades culturales que no es sino el capital cultural incorporado” (p. 144). Vale decir que, de igual manera en que los bienes materiales están distribuidos desigualmente en nuestras sociedades y los individuos no tienen las mismas oportunidades de acceder y apropiarse de ellos, en el mercado de los bienes simbólicos, donde la escuela está incluida se evidencia una lógica y una dinámica análogas (Kaplan, 2020).

El Informe preliminar de las encuestas a hogares sobre la continuidad pedagógica, elaborados conjuntamente por la Secretaría de Evaluación e Información Educativa y la UNICEF, muestra que el déficit de equipamiento informático en hogares con niños, niñas y jóvenes en escolaridad primaria y secundaria de las provincias de Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja y Santiago del Estero es del 59%. Por su parte, el Informe nacional sobre los efectos socioeconómicos y culturales de la pandemia en los pueblos indígenas del país describe cómo en las escuelas rurales de la provincia de Salta las propuestas educativas virtuales son poco viables e incluso inadecuadas, pues en muchas de las comunidades rurales sólo cuentan con la radio como medio de comunicación, por lo que los y las docentes elaboran cartillas y una serie de actividades escolares para desarrollar los contenidos curriculares.

En el caso de la escuela-albergue analizada, los y las docentes habilitaron la plataforma educativa Classroom donde subieron materiales bibliográficos y tareas escolares. Los y las estudiantes, que en su mayoría disponen de un celular en su hogar que deben compartir con sus primos/as o hermanos/as coetáneos, se trasladaban hasta las instalaciones de la escuela primaria de la comunidad para conectarse a Internet y acceder a las tareas escolares que debían ser resueltas en el hogar. Respecto al acompañamiento escolar por parte de la familia se destacan dos cuestiones: en primer lugar, las ocupaciones pastoriles y productivas de sus padres o tutores, de las que también participan los y las jóvenes estudiantes, no permiten disponer del tiempo demandado por la escuela; en segundo lugar, al no haber alcanzado la escolaridad secundaria no poseen el tipo de capital cultural que la escuela legitima como para poder acompañar las cuestiones académicas de los y las estudiantes. En términos de Bourdieu (2001), todos somos portadores de un capital cultural pero no todos gozan de idéntico reconocimiento simbólico.

Las estrategias implementadas para la continuidad escolar durante el ASPO, principalmente desde la esfera de las políticas educativas, deja en evidencia las representaciones hegemónicas sobre la condición estudiantil. Acerca de este aspecto, Bourdieu y Passeron (1985) sostienen que los diversos modos de ser y sentirse estudiante están ligados a las condiciones sociales de existencia. Afirman que: “entre todos los factores de diferenciación, el del origen social es, indudablemente, aquel cuya influencia en el medio estudiantil se hace sentir con más fuerza; más fuertemente, en cualquier caso, que los del sexo y la edad” (p. 33).

En este contexto, la escuela secundaria para los y las jóvenes indígenas resulta ser más una promesa de igualdad y de movilidad social que una oportunidad real de justicia escolar (Padawer y Celín, 2015). Los puntos de partida de las trayectorias socioeducativas son profundamente desiguales; por ende, los itinerarios recorridos y los puntos de llegada también son desiguales, asumiendo que “los propios estudiantes terminan, muchas veces, autoexcluyéndose de los horizontes de posibilidades” (Kaplan, 2016: 35) al introyectar inconscientemente (en un sentido sociológico) ciertas miradas estigmatizantes que devalúan su autoestima escolar. Por ello la importancia de identificar las múltiples dimensiones que entraman la desigualdad en la micropolítica de la experiencia escolar y que marginan y excluyen a los y las jóvenes indígenas mediante nominaciones estigmatizantes vinculadas al color de piel y a las prácticas y saberes indígenas, generando sentimientos personales y grupales de autoexclusión.

Partimos de considerar que la estructura social y la estructura emotiva se imbrican recíprocamente. Esto equivale a sostener que el habitus emotivo se organiza mediante disposiciones aprendidas para sentir que operan de un modo inconsciente (Kaplan, 2020). Illouz (2007) argumenta que “buena parte de las disposiciones sociales son también disposiciones emocionales” (p. 16). Lo que sentimos no es sólo un estado psicológico sino un problema social, político y colectivo. Dado que las emociones no residen ni en los sujetos ni en los objetos, es preciso asumir que se construyen como vivencias afectivas relacionales en las tramas vinculares. La construcción relacional de las imágenes y autoimágenes son elementos centrales para la comprensión e intervención sobre la construcción de trayectorias educativas con inclusión.

Hochschild (1990) afirma que las experiencias emocionales brindan indicios acerca de la relación del yo con el mundo social, colaborando en la posibilidad o imposibilidad de fabricar procesos de auto-afirmación identitaria. Bourdieu (1999) contribuye con la idea de que: “aprendemos por el cuerpo. El orden social se inscribe en los cuerpos a través de esta confrontación permanente, más o menos dramática, pero que siempre otorga un lugar destacado a la afectividad y, más precisamente, a las transacciones afectivas con el entorno social” (p. 186). Por su parte, Scribano (2007) plantea que “los sujetos sociales conocen el mundo a través de sus cuerpos” y a través de él “se incorpora lo social hecho emoción” (p. 122). El cuerpo es el locus de las tensiones; allí se inscriben como marcas las distinciones sociales que se perciben y autoperciben como naturales, generando sentimientos de inferioridad, vergüenza y humillación o, en términos de Sennett (2003), comprenden lo que se podría interpretar como una “experiencia personalizada de la desigualdad” (p. 241).

El cuerpo está en el mundo social, pero el mundo social está en el cuerpo: las propias estructuras del mundo están presentes en las estructuras (o, mejor aún, en los esquemas cognitivos) que los agentes utilizan para comprenderlos. La relación dóxica con el mundo es una relación de pertenencia y posesión en la que el cuerpo poseído por la historia se apropia de forma inmediata de las cosas habitadas por la misma historia (Bourdieu, 1997: 199 y 200).

Ciertos rasgos corporales tales como el color de la piel funcionan como signos de clasificación y distinción al interior de la escuela. Estas operaciones simbólicas son expresiones de un proceso de biologización de lo social (Kaplan, 2016) y de lo que Wieviorka (2009) ha denominado como un neorracismo, entendiendo que el racismo clásico o biológico fue superpuesto a uno de tipo cultural.

Del racismo clásico, que naturaliza al otro en nombre de una supuesta inferioridad biológica y se apoya en la ciencia para intentar demostrarlo […] al racismo reciente, que hace hincapié en un principio de diferencia para rechazar las otras culturas en nombre de la pureza y de la especificidad de la propia, apartándose de todo universalismo, para, al contrario, promover un relativismo cultural exacerbado […] el otro es irreductiblemente diferente por su cultura que constituye un peligro para la sociedad o para la nación, y por lo tanto hay que mantenerlo apartado, segregarlo y, mejor aún, expulsarlo (p. 13).

Las marcas corporales funcionan como metáforas sociales (Kaplan, 2016) que instituyen procesos de inferiorización y exclusión en la cotidianidad escolar. La mirada ocupa un lugar central en dichos procesos en la medida en que contribuye a la producción de imágenes y autoimágenes. “Tiene una fuerza simbólica cuya intensidad es difícil de suprimir. Los ojos del otro están dotados del privilegio de otorgar o quitar significaciones esenciales” (Le Breton, 2010: 134). El rostro es el lugar donde se aloja la mirada que forma parte del cuerpo de la comunicación (Kaplan y Szapu, 2020). Es a través de él que se pueden comprender sentimientos como la vergüenza que manifiestan los y las jóvenes de la escuela de nuestro estudio. Le Breton (2010) refiere a que “el rostro es la morada de los sentidos por excelencia” (p. 92) y que opera como el emblema de la diferencia y la singularidad de cada sujeto en su interacción con otros.

El rostro entonces es a la vez semejanza y discernimiento. Semejanza porque es lo que permite a un sujeto reconocerse en su especie al remitir en espejo a la familiaridad de los otros rostros de su grupo. Discernimiento porque, a pesar de todo, algo en él permanece irreductible y es éste el motivo por el cual cada sujeto se hace único a través de la singularidad de su rostro (Kaplan y Szapu, 2020: 37).

Cuando se niega el rostro del otro, “se lo priva de su diferencia infinitesimal para transformarse en representante anónimo” (Le Breton, 2010: 89). En la vida escolar la separación entre un nosotros y un ellos, las tipificaciones del ser indígena o no ser indígena, está asociada a elementos simbólicos como los signos del cuerpo y del rostro a partir de los cuales se activan procesos de segregación y discriminación que poseen como efecto un dolor social. Es “un dolor que se intersubjetiviza desde las posiciones y condiciones de clase, etnias, géneros y edades, que se elabora socialmente y se distribuye como marca social de los cuerpos individuos” (Scribano, 2007: 140).

En Establecidos y marginados. Una investigación sociológica sobre problemas comunitarios,Elias y Scotson (2016) brindan herramientas teórico-metodológicas para estimar los desequilibrios de poder entre grupos escolares; sobre todo, para la identificación de aquellos mecanismos de orden simbólico subjetivo que operan desacreditando a los sujetos e incidiendo en la construcción de lo que Goffman (2009) ha caracterizado como un proceso de fabricación de identidades deterioradas.

El estudio de las relaciones de poder entre los establecidos-incluidos y los forasteros-excluidos que habitan en una pequeña comunidad rural en Inglaterra representa “un tema humano universal, con problemas que se pueden detectar en una gran variedad de unidades sociales más amplias y diferenciadas” (Elias, 2003: 220). Estos grupos comparten clase social, condiciones de existencia y nacionalidad, ante lo cual surge la pregunta por los recursos de poder de que dispone un grupo para autoafirmarse como superior y despreciar al otro. La sociodinámica de la estigmatización permite advertir cómo los establecidos, a partir de considerarse a sí mismos como humanamente mejores, es decir, portando un sentimiento de superioridad, interpelan a los forasteros en su calidad humana, en sus valores y comportamientos sociales.

La exclusión y la estigmatización de los marginados resultaron ser armas poderosas que eran empleadas por los establecidos para conservar su identidad, para reafirmar su sentimiento de superioridad y para mantener a los otros, los forasteros, firmemente en su sitio (Elias, 2003: 220).

La diferenciación entre indígenas y no indígenas en términos de superioridad e inferioridad se expresa en el trato cotidiano entre estudiantes mediante bromas que aluden peyorativamente a ciertos comportamientos y modos de hablar y al color de piel, que son señaladas como si fueran propiedades negativizadas de “lo indígena”. Elias argumenta que la barrera emocional es el principal instrumento de poder entre grupos. Los establecidos poseen un sentimiento de superioridad humana, temen al roce con los extraños y, para no contaminarse, cierran filas. El sentimiento de inferioridad y la vergüenza grupal de los forasteros contribuyen a que la “estigmatización sea efectiva” (Elias, 2003: 224).

Los microrracismos al interior de las instituciones educativas constituyen una de las principales preocupaciones en América Latina. De allí que la UNESCO y una serie universidades nacionales e institutos de educación superior de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, México y Nicaragua han conformado una red con un plan de acciones para erradicar el racismo en la educación superior a través de la promoción de líneas de investigación, de campañas de comunicación pública y de la formulación de propuestas de políticas públicas. Se parte de considerar que las desventajas históricas que acechan a los pueblos indígenas se reproducen a través de mecanismos institucionales y de formas dominantes del sentido común que muchas veces resultan imperceptibles. Estos mecanismos son caracterizados como “racismo oculto” y “racismo sistémico”, de allí que las acciones de la red buscan construir una educación antirracista que genere un contrapeso simbólico ante dichas prácticas y discursos que tienden a excluir a los pueblos indígenas del derecho a la educación.

Contexto y metodología

El estudio socioeducativo en el que se enmarcan las contribuciones aquí elaboradas tuvo como propósito comprender, a través de una estrategia metodológica cualitativa (Marradi, Archenti y Piovani, 2018), las experiencias escolares que construyen jóvenes indígenas en el ámbito de una escuela secundaria-albergue rural. Poniendo el foco de interés en la dimensión socioafectiva de la construcción del lazo social y las vivencias subjetivas de los procesos de racismo e inferiorización. La institución donde se realizó el trabajo de campo está ubicada en la comunidad El Alfarcito de la provincia de Salta, siendo la única que imparte educación secundaria en la región donde se encuentran dispersas 23 comunidades rurales. Las familias no cuentan con los recursos básicos de electricidad, agua potable, gas ni transporte público. Poseen una economía de subsistencia basada en la producción de la agricultura, la ganadería y la artesanía en la que participan activamente los y las jóvenes estudiantes del estudio. El tiempo de residencia en el albergue escolar varía: gran parte permanece en la institución de lunes a viernes y regresan a sus hogares el fin de semana en tanto cuentan con transporte público para trasladarse, otros/as residen por periodos prolongados debido a la extensa distancia entre la escuela y sus hogares, sumado a la falta de caminos ya que el acceso es a pie o a lomo de mula. La figura de los y las preceptores resulta central, dado que son quienes asumen las tareas de control disciplinario y de cuidado de los y las estudiantes tanto fuera de la jornada escolar como los fines de semana. Los y las docentes también cuentan con espacios para vivir en las instalaciones de la escuela; en general permanecen entre dos y tres días y regresan a la ciudad para trabajar en otras instituciones.

Se realizaron 16 entrevistas en profundidad a estudiantes que provienen de la comunidad indígena Las Cuevas, pueblo tastil. Mediante una guía semiestructurada se revelaron aspectos referidos a los vínculos generacionales, estigmas, emotividades, violencias y autoimágenes.

Resultados y discusiones

En la convivencia escolar entre estudiantes de la escuela-albergue hemos observado que el par superioridad-inferioridad se pone de manifiesto en los tratos cotidianos a través de burlas y sobrenombres que tienden a discriminar por las marcas corporales y las marcas lingüísticas.

Hay una chica que todos dicen que es la más linda porque es más blanca, alta y medio flaca y mi compañera que es bajita, morochita, le dijeron cara de india (testimonio de una estudiante mujer, segundo año).

No me gusta que me digan negro, porque yo soy morocho y ya sé eso, pero todo el tiempo me llaman así. El otro día me dijeron un apodo que no me gustó, yo creo que no tenemos que decirnos esas cosas porque lastiman y aunque sea una broma es malo (testimonio de un estudiante varón, segundo año).

Las adjetivaciones de “cara de india” o “negro” develan la inferioridad atribuida a quien porta una piel tipificada como morena, a la vez sirve para justificar el desprecio, la burla y la humillación. En contraste, “ser blanca, alta y flaca” son propiedades enaltecidas y exaltadas, “no todos los colores ni las tonalidades comparten idéntica valoración en las jerarquías sociales” (Kaplan, 2016: 213). Las tipificaciones del cuerpo operan en las relaciones de poder estructurando procesos socioafectivos de inferiorización.

El tono de piel, así como algunos rasgos del rostro y del cuerpo en general son utilizados para justificar el uso de diferentes tipos de violencias en lo que en uno de sus trabajos Kaplan y Szapu (2019) denominan “racismo del cuerpo”. Ello quiere decir que

[…] las lógicas del racismo están tensionadas por un principio de inferiorización y diferenciación por parte de quienes detentan una posición y una creencia de superioridad […] todo racismo expresa un modo de esencialismo; en esta expresión pareciera operar expresiones imbricadas de racismo de clase y racismo étnico.

La noción de hexis corporal de Bourdieu (2004) permite abordar la relación entre el cuerpo y las emociones en su ligazón con las prácticas socioeducativas. Uno de los entrevistados declara que:

Una vez cuando estábamos jugando al futbol, empujé sin querer a un compañero […]me empezaron a decir negro y bruto, “tené cuidado que no estás cuidando ovejas”. Eso te hace sentir mal, te rebaja, te humilla por más que lo digan jugando o en broma, no es bueno (testimonio de un estudiante varón, segundo año).

Estas nominaciones están naturalizadas en las interacciones cotidianas y se autoperciben como humillantes porque “hacen sentir mal, rebajan”. La humillación se asocia a la burla, a la ofensa y a la falta de respeto que, lejos de ser actos de lenguaje inocente, poseen una eficacia simbólica al denigrar al otro. Asociar el color de piel, “negro”, a un determinado comportamiento, “bruto”, son formas de discriminación que conllevan procesos de autoexclusión.

En El baile de los solteros. La crisis de la sociedad campesina en elBearne (2004), Bourdieu analiza la dominación simbólica sobre los cuerpos de los campesinos y argumenta que su supuesta torpeza y timidez son cualidades atribuidas y hechas carne.

[…] se muestran tímidos y torpes en todas las situaciones que requieren salir del propio ser u ofrecer el propio cuerpo como espectáculo. Ofrecer el cuerpo como espectáculo, en el baile, por ejemplo, presupone que uno acepta exteriorizarse y que tiene una conciencia satisfecha de la propia imagen que se entrega a los demás. El temor al ridículo y la timidez, por el contrario, están relacionados con una conciencia aguda del propio ser y del propio cuerpo, con una conciencia fascinada por su corporeidad. Así pues, la renuencia a bailar no es más que una manifestación de esa conciencia aguda de la campesinidad que se expresa, asimismo, como hemos visto, mediante la burla y la ironía acerca de sí mismo; particularmente, en los chistes, cuyo desdichado protagonista es siempre el campesino enfrentado al mundo ciudadano (Bourdieu, 2004: 117).

Las percepciones sobre el propio cuerpo son el correlato mediatizado de lo que los otros devuelven como imagen en un espejo social. Cuando los cuerpos no se ajustan a los cánones de los estereotipos establecidos, se expresan sentimientos de vergüenza.

La probabilidad de sentirse incómodo en el cuerpo de uno (forma por excelencia de la experiencia del “cuerpo alienado”), el malestar, la timidez o la vergüenza son tanto más fuertes en la medida en que es mayor la desproporción entre el cuerpo socialmente exigido y la relación práctica con el cuerpo que imponen las miradas y las reacciones de los demás (Bourdieu, 2004: 85).

El cuerpo como carta de presentación ante los demás es objeto de juicios de valoración. Las imágenes que los otros devuelven se internalizan como autoimágenes. “El campesino acaba por percibir su cuerpo como acampesinado que lo lleva a tener actitudes asociadas a la vida campesina. Se siente incómodo con él y lo percibe como un estorbo” (Bourdieu, 2004: 116). En los siguientes relatos estudiantiles las bromas que se hacen sobre el cuerpo, tales como “vaca” o “sin forma” por “ser gorda”, generan sentimientos de enojo y descrédito personal.

Siempre los chistes o bromas son por el cuerpo. Una vez me dijeron vaca porque soy gorda y eso me molestó y me dolió, pero siempre es así, algunos tienen la mala costumbre de poner apodos por el cuerpo y entonces no te llaman por el nombre y eso no está bien, me da bronca, pero no digo nada (testimonio de una estudiante mujer, segundo año).

Tengo una compañera que siempre anda con campera grande porque dice que no le gusta su cuerpo, dice que es sin forma, porque le dicen eso los chicos, y aunque haga calor se pone la campera para taparse y los chicos le hacen broma, le dicen que huele mal encima que es gorda. Es horrible pero no entienden que no hay que hacer esos chistes hirientes (testimonio de una estudiante mujer, tercer año).

Sentir vergüenza del propio cuerpo como consecuencia de las miradas y juicios negativos es uno de los efectos subjetivos del racismo “que trae consigo sus condiciones, consecuencias y funciones en los contextos comunicativo, interactivo y social” (Van Dijk, 2007: 15).

Ciertos comportamientos tipificados como violentos, torpes o brutos tienden a ser señalados como “una forma de ser propia de los indígenas” (Novaro y Hecht, 2017: 73) y adquieren un sentido peyorativo.

Algunos chicos juegan como indios, se empujan, se hacen caer. No saben comportarse y por eso también vienen los problemas, porque juegan así, bruto y después se pegan (testimonio de un estudiante varón, cuarto año).

Cuando jugamos medio bruto dicen “qué indio sos”. Es porque jugamos torpe, o cuando salimos para comer todos se empujan y nos dicen no se comporten como indios (testimonio de un estudiante varón, tercer año).

“Jugar como indios” o “comportarse como indios”, tal como aluden despectivamente los y las estudiantes, simbolizan formas históricas de estigmatización hacia los pueblos indígenas. El Estado argentino (siglo XIX) se construyó sobre estas diferenciaciones que sirvieron para justificar procesos de distinción y eliminación que, a través de diversos mecanismos, se reproducen hasta la actualidad.

Desde el indio incivilizado que había que extirpar para construir la sociedad blanca durante los siglos XIX y XX, al indio o mestizo que había que civilizar e integrar de forma subalterna por medio de discursos civilizatorios ajironados como el del progreso, la modernidad y el desarrollo durante el siglo XX y parte del siglo XXI (Álvarez Leguizamón, 2017: 14).

Las formas de hablar que traen incorporado los y las jóvenes también son objeto de “estigmatización lingüística” (Grimson, 2017: 145). Siguiendo a Bourdieu (1985), las maneras de hablar, las pronunciaciones, el acento, el ritmo, son parte de las distribuciones desiguales del capital lingüístico:

Aquellas “expresiones viciadas y de las faltas de pronunciación” que los maestros de escuela castigan, se reducen al estatuto de jergas dialectales o vulgares, impropias también para las ocasiones oficiales, los usos populares de la lengua oficial experimentan una devaluación sistemática […] en el orden de la pronunciación del léxico e incluso de la gramática, existe todo un conjunto de diferencias significativamente asociadas a diferencias sociales (Bourdieu, 1985: 27 y 28).

Los y las jóvenes aluden a que “hay palabras que no entienden los profesores”, aquellas que son usuales en sus comunidades, y al ser punidas públicamente en la interacción escolar ello genera la burla entre los y las compañeros:

Hay palabras que uno dice y que no entienden los profesores. Cuando se dicen mal, te corrigen y eso a veces genera vergüenza […] entonces es mejor no hablar o aprender a hablar. No debo, o no debemos, hablar como indios (testimonio de un estudiante varón, tercer año).

Si decís mal una palabra y te corrigen delante de todos, los otros se ríen, y em-piezan “¡eh, habla bien!” [...] pero todos hablamos así, como los profesores te corrigen los otros (refiere a los/as compañeros/as) también. Ellos hablan igual […] (testimonio de un estudiante varón, tercer año).

“No debemos hablar como indios”, como sostiene el entrevistado da cuenta de la eficacia simbólica del sistema escolar en la imposición de un capital lingüístico. Grimson (2017) indica que la lengua hablada está en relación con los contextos sociales, culturales y geográficos. Sin embargo, “los usos populares y puramente orales quedan reducidos al estado de habla de lugareños: utilizados exclusivamente por los campesinos, esos usos se definen, en efecto negativa y peyorativamente en oposición a los usos distinguidos” (Bourdieu, 1985: 21).

En los testimonios estudiantiles la palabra indio es utilizada para insultar y denigrar al otro: “cara de india”, “comportarse como indio”, “hablar como indio” son algunos usos peyorativos de dicha categoría. Elias y Scotson aseveran que los términos para estigmatizar resultan significativos en el contexto de unas relaciones específicas, pues su ironía depende de la conciencia por parte del hablante y del receptor de que la humillación de que este último es objeto viene respaldada por un grupo poderoso, en relación con el cual el grupo receptor cuenta con recursos de poder más débiles.

La vergüenza también está ligada a las formas ritualizadas de evaluación en público, tales como participar en clases o pasar al pizarrón, pues implica exponer el cuerpo y el rostro a la mirada de los pares generacionales y de los y las docentes:

No me gusta estar al frente de los compañeros, sobre todo en el aula y que todos me miren porque es incómodo. Te convertís en el centro de atención (testimonio de una estudiante mujer, tercer año).

Me da vergüenza hablar. Hay una profesora que siempre pregunta o hace que hablemos en clase […] nos pide que pasemos al pizarrón a explicar o comentar el trabajo, eso me da vergüenza porque hay que estar expuesto, que todos te miren o a que te pregunten algo y no saber y que después se burlen (testimonio de un estudiante varón, quinto año).

La desacreditación constituye un punto de intersección entre la situación de exposición y la vergüenza derivada del miedo a “no saber” o a ser objeto de burla. Las manifestaciones de la vergüenza son ambiguas.

La gente que expresa este sentimiento, sea voluntaria o involuntariamente, aparentemente emite mensajes contradictorios. Por un lado, los gestos comunican que ellos no quieren que los vean nunca más, se hacen pequeños, se inclinan hacia la tierra, esconden sus caras (Goudsblom, 2008: 20).

El cuerpo y el rostro son superficies que exponen signos de la vergüenza: ruborizarse, transpirar, esconder la cara, temblar, tal como expresa el siguiente relato:

Pasé a dar una lección al frente y me bloqueé porque sentía vergüenza, no quería seguir ahí, me puse colorada y empecé a transpirar porque todos te miran para ver qué haces o qué decís. Quería desaparecer en ese momento (testimonio de una estudiante mujer, tercer año).

La convivencia en la escuela-albergue entrama sentimientos plurales. Compartir la rutina doméstica de comer, dormir, higienizarse, realizar actividades de recreación implica negociaciones permanentes. El orden escolar está tensionado por demandas de estima y reconocimiento donde se requiere de la mirada del otro para la autoafirmación. Las prácticas de humillación y discriminación operan negando la subjetividad de los y las jóvenes, quienes inconscientemente van internalizando, en su biografía social y escolar, categorías estigmatizantes (Goffman, 2009) que pueden expresarse bajo la forma de sentimientos de exclusión. De allí que la lucha por el reconocimiento sea un desafío y una disputa simbólica en tanto está en juego la imagen de sí ante los demás.

Los y las estudiantes otorgan valor al respeto y la confianza, pues ello posibilita la construcción de vínculos de amistad y compañerismo que les permite sostenerse afectivamente, ya que al estar lejos de sus familias y de sus hogares el sentimiento de soledad los atraviesa permanentemente.

Yo lo que más rescato de aquí [en referencia a la escuela] son las amistades. En ningún lado tuve amigos como ellos. Son como hermanos […] paso mucho tiempo de mi vida con ellos, siento que son mi familia, pero además hacen que sea más llevadero para seguir hasta terminar la escuela porque no es fácil estar sin mi familia, mis hermanitos (testimonio de un estudiante varón, tercer año).

La escuela con amigos es lo mejor. Me gusta mucho venir por eso, sobre todo porque hay amigas en las que puedo confiar, hablar, pasarla bien. Mis amigas son como mis hermanas (testimonio de una estudiante mujer, segundo año).

Estar con otros, sentirse reconocidos, construir estilos y códigos comunes, les permite a los y las jóvenes vivir en “comunidades emocionales” (Weiss, 2009: 92) donde se subjetivan a la vez que se socializan entre sí. Los y las estudiantes encuentran intersticios para conversar sobre temas que les interesan, coquetear y divertirse, donde los sentimientos fluyen con más libertad.

Lo más importante para ser buenos compañeros y también amigos es respetarnos entre nosotros y lo hacemos, nos ayudarnos en las tareas o si ves que no puede con algo le das una mano. Eso es bueno, porque uno sabe que se puede contar con los amigos (testimonio de un estudiante varón, tercer año).

Cuando hay confianza podés compartir muchas cosas, lo que te pasa, lo que te preocupa, dar o pedir consejos de la vida y de lo que sea. Eso es lo más importante aquí (testimonio de un estudiante varón, primer año).

En los vínculos de amistad y compañerismo la confianza y el respeto no son un bien por disputar o preservar permanentemente porque se crean códigos compartidos que sostienen una horizontalidad entre los miembros de un grupo, caracterizado por un principio de reciprocidad. Estas prácticas relacionales urden tramas intersubjetivas en las cuales los y las jóvenes construyen sus referencias identitarias, sus estimas escolares y sociales sobre la base de la autoconfianza.

Sentirse respetado y reconocido da cuenta de la propia valía social. Su contraparte, la humillación, el desprecio y la falta de respeto corroen la autoestima. Estas emociones están en la base de la construcción de las subjetividades estudiantiles, de allí la importancia de analizarlas en perspectiva sociocrítica.

Reflexiones finales

De nuestro trabajo de investigación se interpreta que las sociabilidades estudiantiles están tensionadas por prácticas de humillación y discriminación que recaen sobre atributos corporales y sobre la condición indígena. Es decir, observamos que se conjugan lógicas del racismo de clase, del racismo étnico y del racismo del cuerpo. Los y las jóvenes se sienten humillados cuando se los tipifica como “negro”, “gorda”, “bruto”, “indio”. Identificamos que es recurrente el uso de la palabra “indio” para desacreditar comportamientos y modos de hablar que, si bien se expresan en tono de broma, tal como indican los y las entrevistados/as, se autoperciben como humillantes y generan malestar e impotencia. Estos tratos entre pares generacionales son expresiones de una matriz racista que se reproduce a través de mecanismos subjetivos que son difíciles de decodificar en tanto se encuentran naturalizados en las redes de sociabilidad escolar y operan bajo la gramática del inconsciente colectivo.

Como contrapeso a estos procesos de desidentificación, el reconocimiento entre pares crea un sentido de colectividad fundado en el respeto y la confianza, que revitaliza el sentido de estar juntos (Sennett, 2003). La experiencia intersubjetiva de reconocimiento significa la reivindicación de la identidad mediante la mirada del otro que produce un sentimiento de autoestima social y escolar. Ello es así en tanto que toda individualidad requiere de una actitud confirmatoria por parte de los otros. Los y las estudiantes perciben el valor emocional que habilita lazos de solidaridad, compañerismo y amistad que funcionan como amarras subjetivas para sostenerse, ya que al estar lejos de sus familias el sentimiento de soledad y extrañamiento los y las atraviesa permanentemente.

Poner el foco en la sociodinámica de la micropolítica escolar da la posibilidad de visibilizar procesos de dolor social, como así también expresiones de reconocimiento y cuidado mutuo. Ello puede contribuir a la intervención de aquellas redes de sociabilidad que estructuran procesos de (auto) exclusión, asumiendo que en nuestra época el yo está expuesto al juicio de los otros, de allí el lugar precario para construir la autovalía social y escolar (Kaplan, 2016; Sennett, 2003). La escuela tiene el poder simbólico para revertir las miradas estigmatizantes acerca de sí y de los otros y habilitar experiencias inclusivas que contribuyan a una convivencia escolar y social más democrática; para ello, los y las docentes y la escuela deben asumir algunos retos, tales como:

  • Comprender a los y las estudiantes en su identidad sociocultural, pues “no hay modo de llegar subjetivamente a ellos con el rechazo, con la negación de su singularidad” (Kaplan, 2016: 63).

  • Reflexionar constante y sostenidamente sobre las prácticas pedagógicas para evitar un diagnóstico sociocultural condenatorio y definitivo de los y las estudiantes indígenas que tienda a reproducir sus desventajas iniciales.

  • Desnaturalizar las clasificaciones escolares acerca de los buenos y malos alumnos, de los alumnos pobres y no pobres, de los indígenas y no indígenas, pues a pesar de su aparente neutralidad tienden a legitimar y reforzar clasificaciones sociales.

  • Asumir que la escuela y los y las docentes, bajo ciertas condiciones, tienen el poder simbólico de desanudar origen y destino (Kaplan, 2016) e incluir a los y las estudiantes subjetivamente de lo que objetivamente están excluidos.

  • Promover la diversidad cultural y la interculturalidad en condiciones equitativas y mutuamente respetuosas. El reto no es sólo incluir en las instituciones de educación a miembros de pueblos indígenas, sino transformarlas para que sean social y culturalmente pertinentes (Mato, 2020).

Sostenemos que no hay nada de naturaleza en los fracasos sociales y educativos de los y las jóvenes indígenas, sino que los mismos son causados por la desigual distribución y apropiación de recursos materiales y simbólicos en nuestras sociedades y escuelas.

 
 
 

 

Referencias bibliográficas
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NOTAS

La educación secundaria en Argentina es obligatoria a partir del año 2006 con la sanción de la Ley de Educación Nacional número 26.206. Este nivel abarca las edades de entre 12/13 y 17/18 años y tiene una duración de cinco o seis años según lo establezca cada jurisdicción. En la provincia de Salta la duración es de cinco años.

El INDEC (2010) detalló 31 pueblos indígenas en todo el país; Atacama, Ava Guaraní, Aymara, Chané, Charrúa, Chorote, Chulupi, Comechingón, Diaguita-Calchaquí, Guaraní, Huarpe, Kolla, Lule, Maimará, Mapuche, Mbyá Guaraní, Mocoví, Omaguaca, Ona o Selk’man, Pampa, Pilagá, Quechua, Rankulche, Sanavirón, Tapiete, Tehuelche, Toba o Qom, Tonocote, Tupí Guaraní, Vilela, Wichí. Sin embargo, el ENOTPO (Encuentro Nacional de Organizaciones Territoriales de Pueblos Originarios) (2015) registra la existencia de otros pueblos no consignados por el INDEC —ya sea por su reciente reconocimiento o por la carencia de personería jurídica al momento de ser censados—: Chicha, Guaycurú, Ocloya, Avipon, Yamanas o Yaganes, Querandi, Tastil, Tilian, Tilcara, Iogys, Nivaclé, Weenhayek. Probablemente estos pueblos se encuentren registradas en la categoría “otros” de las encuestas censales del INDEC (Rodríguez y Sulca, 2020: 198).

En Argentina el sistema educativo está estructurado en cuatro niveles: inicial, primario, secundario y superior. Los tres primeros niveles son obligatorios.