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Transformación y crisis: el Estado mexicano a partir de la crisis de la Deuda Externa de 1982
Transformation and Crisis: The Mexican State from the 1982 Debt Crisis
 

iDVictor Manuel Olea Contreras1

 

1Es doctor en Ciencia Política con especialidad en Política Internacional, Geopolítica y Seguridad por la Universidad de Guadalajara, y actualmente se desempeña como profesor en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO), en la licenciatura en Relaciones Internacionales.
Correo electrónico: voleacontreras@gmail.com

 
Resumen

El presente artículo tiene como principal objetivo analizar la transformación que vivió el Estado mexicano durante la década de 1980 y derivada de la crisis de 1982. Partiendo del hecho de que para entender la situación actual de transformación y cambio es necesario crear una narrativa histórica que nos permite vincular dicho fenómeno con el comienzo de lo que se ha denominado repliegue, retirada o transformación del Estado de bienestar, el texto pretende mostrar cómo se suscitaron los eventos que promovieron, en primera instancia, dicho cambio, para poder, con estos insumos, poder pensar el periodo actual. Así pues, para realizar lo anterior, se echa mano de la visión transformacionalista del Estado, ejemplificada en los trabajos de Bob Jessop y Phillip G. Cerny, complementándose con la construcción narrativa de las crisis de Colin Hay, para demostrar cómo la crisis de la deuda permitió la creación de una narrativa dominante que legitimó las acciones tomadas para modificar la trayectoria del Estado mexicano.

Palabras clave: 
Crisis de la deuda; Estado Mexicano; Estado de Competencia; Narración; Neoliberalismo.
 
Abstract

The present article has as its main objective to analyze the transformation that the Mexican state suffered during the 1980 decade, derived from de 1982 debt crisis. Taking in consideration that in order to understand the present context is necessary to create an historic narrative that enable us to link this phenomenon with its genesis, which is denominated as the retreat of state or the transformation of the Welfare State, the article seeks to show the events that allowed this to happen and, then, to think about the present situation. In order to do this, we take in consideration two main theoretical approaches, the vision of the transformation of the State of Bob Jessop and Phillip G. Cerny and Colin Hay’s narrative construction of crisis in order to exhibit that the Mexican debt crisis, permit the creation of a dominant narrative of the crisis itself allowing the Mexican ruling class to promote a new path in the trajectory of the state.

Keywords: 
Debt Crisis; Mexican State; Competition State; Narration; Neoliberalism.
 
 
 
Introducción

Desde hace algunas décadas se viene debatiendo el nuevo rol del Estado tanto a escala doméstica como internacional. En lo que se conoce como la retirada del Estado, término acuñado por la académica británica Susan Strange (1996), parece ser que el contexto histórico, político y económico por el que atravesamos ha promovido el repliegue del Estado, en cuanto a liderazgo del orden institucional de posguerra, y, como consecuencia, el surgimiento de otros actores que, de manera paulatina, lo han ido sustituyendo en casi todos los ámbitos de la realidad social. Sin embargo, y como bien apunta Cerny (2010), la supuesta retirada del Estado es más bien una idea que debe de ser replanteada. Para él, el Estado nunca se fue, lo que sucedió fue que se trasformó para poder dar cuenta, y adaptarse, a los propios cambios que experimentó el mundo a partir de ese momento.

Así pues, la transformación que vivió la mayoría del mundo desde finales de la década de 1970 y principios de la década de 1980, con la denominada “revolución conservadora” (Gilpin, 2000), encabezada por Thatcher y Reagan, modificó enormemente el panorama en torno a la relación entre el Estado y el mercado. El desplazamiento que sobrevino durante dicha etapa, en donde las ideas keynesianas perdieron potencia y surgió un nuevo consenso económico liderado por el monetarismo de la Escuela de Chicago, bajo la tutela del renombrado economista Milton Friedman, trajo consiguió una transformación, el fin del Estado de bienestar y la reorientación de las actividades estatales en casi todos los ámbitos del orden social. Dicho cambio fue apuntalado por coyunturas muy bien identificadas, entre las que destacan la estanflación que se vivió durante los setenta y la presión ejercida sobre la propia forma de Estado, al interior con la denominada crisis fiscal y al exterior con el surgimiento del euromercado y la globalización de los mercados financieros (Cerny, 1997: 259; Helleiner, 1994). Dichas tendencias promovieron la visión de un Estado sobredimensionado (Jessop, 2006), con una capacidad limitada para hacer frente a los nuevos retos que las tendencias globales habían puesto en marcha.

Como bien apunta Blyth (2002), lo que sucedió durante en el veinteno entre 1970 y 1990 fue la desarticulación del orden institucional e ideacional que había regido al mundo de posguerra, el denominado “liberalismo incrustado” del cual habla Ruggie (1982), y, siguiendo con la lógica del planteamiento del economista Karl Polanyi, la desincrustación del sistema de mercado de las demás esferas que conforman la realidad ―social, cultural, política, etcétera―. Este movimiento para romper con los vínculos que se establecieron durante el reinado de las ideas keynesianas tuvo efectos en las propias tareas que desempeñaba el Estado para la promoción del bienestar social, de acuerdo a sus propios parámetros. Así pues, lo que se creía hasta entonces deseable, como un banco central dependiente y una política fiscal activa, se convirtió en parte del problema que había que atacar (Blyth, 2002: 5). De esta manera, el Estado se transformó “internalizando la lógica competitiva del mercado, priorizando la empresa, la innovación y la competitividad de la economía nacional por sobre la solidaridad social doméstica” (Copley y Moraitis, 2020: 3).

Ante este panorama a escala internacional, el Estado mexicano no podía quedar fuera de dichas tendencias. En ese sentido, a partir de la década de 1980, y en gran parte como consecuencia de la crisis de la deuda, la élite política y económica del país se vio en la necesidad, de acuerdo a su propia perspectiva, de transformar al Estado y adoptar la estructura normativa que ya se estaba implementando en gran parte del mundo. Como ejemplo de esto, existe una variedad de trabajos que captan, de una manera extraordinaria, dichos cambios y transformaciones, ya sea desde el enfoque estratégico relacional de Jessop (Cuadra-Montiel, 2014), un enfoque neo-polanyiano (Cuadra-Montiel, 2015; CuadraMontiel, 2016), o desde la visión de Estado de competición de Cerny (Soederberg, 2001; Soederberg, 2005). Si bien es cierto que dichas descripciones son, sin lugar a dudas, excelentes ejercicios de aplicación teórica para el caso mexicano, si lo que se quiere es entender el proceso a cabalidad es necesario indagar de qué manera se promovió dicho cambio. Tomando en consideración que las transformaciones se necesitan encontrar en marcos referenciales y discursivos que promuevan la legitimidad de los procesos y, de esta manera, generen las condiciones necesarias para que dichos procesos se puedan realizar de buena manera, es necesario, como señala Hay (2004), re-estatizar la política y re-politizar al Estado.

Así pues, y siguiendo con la tendencia que se ha implementado en el actual debate político, si se trata de entender cómo es que llegamos aquí y por qué se habla, por lo menos en el caso de México, de recuperar al Estado, es necesario indagar cuál fue el proceso de transformación estatal, quiénes los llevaron a cabo y cuál(es) fueron las coyunturas específicas que permitieron dichos procesos. De esta manera, si se quiere poner en el centro de la discusión el rol de los actores y su agencia para llevar a cabo dicha transformación es necesario revalorizar el rol de aquellos que promovieron dicha visión transformativa del Estado. Esto nos permitirá adoptar una postura menos teleológica sobre los desarrollos que permitieron dichos eventos y, así, podremos observar que dicho cambio fue contingente y respondió a eventos específicos, coyunturas propias del momento que requirieron dichos cambios para mantener a flote al Estado capitalista y su modo de producción.

Una aproximación a las transformaciones del Estado: del Estado de bienestar al Estado de competencia

La intensificación de las interacciones económicas entre los Estados y los actores no estatales transformó casi de manera completa el panorama económico y político de la posguerra. En ese sentido, la globalización económica que experimentó el sistema internacional desde finales de la década de 1960 modificó, en gran medida, el andamiaje institucional de gran parte de los países del orbe. La complejidad del proceso provocó que algunos científicos sociales comenzaran hablar sobre el fin del Estado como se conocía en aquel momento, la era del Estado soberano había llegado a su fin, argumentaban (Sorensen, 2004: 190). Sin embargo, esto no sucedió. Así pues, la perspectiva un tanto pesimista de aquellos que sugerían el declive del Estado en la arena político-económica fue contrarrestada con lo que se denominó una visión “transformacional” del Estado (Levy et al., 2015). Para estos, el proceso de globalización económica, y la subsecuente revolución conservadora iniciada por Reagan y Thatcher, no era un signo inequívoco de la retirada del Estado, al contrario, era una coyuntura importante que servía para transformarlo, para que su intervención facilitara otras cosas.

Así pues, los profundos cambios económicos que sufrió el mundo durante la época provocaron una reconfiguración del Estado de bienestar que había dominado la escena desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Tanto la globalización como el ascenso de las ideas monetaristas y, hasta cierto punto, austriacas de Friedman, von Hayek y von Mises, provocaron un redireccionamiento de las actividades, dando fin al propio Estado de bienestar y abriendo la puerta para la instauración de un nuevo modelo estatal (Levy et al., 2015: 44). Este fenómeno atrajo la atención de algunos teóricos, sobre todo de influencia marxista, que comenzaron a teorizar sobre el nuevo modelo estatal que estaba tomando forma con el fin de la era de Bretton Woods. De las conceptualizaciones que se hicieron, la que tuvo mayor eco, y todavía hasta nuestro tiempo resuena con fuerza, es la visión sobre el Estado de competencia schumpeteriano.

Dicha concepción se encuentra fuertemente ligada a los escritos de los teóricos Bob Jessop y Phillip G. Cerny. Ambos autores enfatizan, cada uno con sus peculiaridades, las transformaciones que ha sufrido debido a los embates de la globalización económica y el agotamiento del modelo fordista atlántico2 (Cerny, 1997; Jessop, 2002). En ese sentido, dicha transformación tiene como principal objetivo modificar la forma que asume el Estado para poder mantener el modo de producción capitalista a través del aseguramiento de las condiciones que permiten valorizar el capital y asegurar las condiciones mínimas para el mantenimiento y reproducción de la fuerza de trabajo (Jessop, 1993: 8). Además, es necesario apuntar, la transformación del Estado keynesiano de bienestar3 hacia el Estado de competencia, ya sea nacional, como en el caso de Cerny, o schumpeteriano,4 como en el caso de Jessop, promueve, en el contexto de la disolución de las barreras nacionales impuestas por las ideas keynesianas, la incrustación de dichas unidades en una economía global integrada y liberada de las ataduras impuestas por las políticas de la posguerra, promoviendo la competencia entre dichas unidades, modificando el andamiaje ideacional e instaurando lo que se denomina como “ortodoxia financiera incrustada”, tratando de mercantilizar aquello que el Estado de bienestar trató de sacar del mercado (Cerny, 1997: 259).

Así pues, pasando por encima de la supuesta retirada del Estado, de acuerdo a los teóricos del Estado de competencia, lo que representó dicha transformación fue acotar su zona de intervención, alterando las áreas en las cuales actúa y, sobre todo, modificando su comportamiento vis a vis el mercado. Para poder observar dichos cambios es necesario tener claras cuáles han sido las modificaciones específicas que se gestaron durante dicha transición. Para Cerny (1997), estas se resumen de la siguiente manera: 1. su naturaleza residual, 2. el cambio del énfasis en políticas microeconómicas, 3. sus esfuerzos por promover mayor flexibilidad y respuestas adaptables al contexto competitivo, 4. adopción del credo monetarista con un énfasis macroeconómico en el control de la inflación, y 5. la promoción indirecta del bienestar a través del emprendurismo, la innovación y el beneficio (Hay, 2004: 40). A estas transformaciones habría que agregar lo que el propio autor denomina como las paradojas del Estado de competencia y que responden precisamente a la gestación de dichos cambios. Entre estas podemos mencionar: 1. la expansión de la intervención estatal en aras de la competitividad y mercantilización,5 2. la reorientación de los intereses de los actores estatales e institucionales, y 3. el rompimiento del pacto social, pieza fundamental del Estado de bienestar keynesiano, que merma la legitimidad fundacional del Estado moderno, basado en el sentido de cierta “solidaridad comunitaria” (Cerny, 1997: 251).

En ese sentido, la definición de Jessop muestra similitudes importantes con la definición de Cerny, lo que provoca que, muchas de las veces, sean agrupados bajo una misma etiqueta. En ese sentido, para Jessop (1993), el Estado de competencia schumpeteriano tiene como principales objetivos: 1. la innovación de mercado, de productos, de procesos y organizacionales; 2. la mejora de la competitividad estructural de economías abiertas a través de intervenciones dirigidas hacia el lado de la oferta; y 3. de la subordinación de los objetivos sociales hacia aquellos que enfatizan la flexibilidad laboral y la competitividad estructural (p. 9). Estos objetivos, de acuerdo al propio autor, parten de cuatro procesos que se gestaron entre las décadas de 1970 y 1980, como: 1. el rápido desarrollo tecnológico impulsado, principalmente, por las tecnologías de la información, las cuales transformaron la propia percepción del espacio-tiempo; 2. la internacionalización del Estado y la economía debido a la difuminación de sus fronteras, promovida por el creciente flujo financiero y el arribo de empresas transnacionales como actores políticos y económicos importantes; 3. el paso del modelo fordista, basado en la producción en masa, economías de escala y consumo masivo, al posfordista, que tiene como núcleo la flexibilidad de la producción, patrones de consumo diferenciados, economías de gama y la obtención de rentas basadas en la innovación; y, finalmente, 4. el cambio del orden económico internacional, tomando como base el surgimiento de tres polos de crecimiento, a saber, Estados Unidos de América (EE.UU.), Japón y Alemania (Jessop, 1993: 12-15).

Dichos cambios han promovido lo que el propio Cerny ha denominado como raison du monde, una visión de las actividades estatales que enfatiza los procesos internacionales y transnacionales y desplaza a la tradicional raison d’Etat cuyo núcleo principal gira en torno a los intereses del Estado desde una conceptualización más doméstica, enfatizando cuestiones de nacionalismo, patriotismo y, hasta cierto punto, solidaridad (Cerny, 2010: 6). En ese sentido, la redefinición de los intereses del Estado promueve la competencia e inserción de dichas unidades en el mercado global y, además, internaliza el sistema internacional, en todas sus variantes, volviéndolo parte fundamental de su propia esencia y de los procesos que se gestan al interior de este (Cerny, 2010: 6). Esto ha llevado también a una reconfiguración importante sobre los límites y las distinciones de la política tradicional, sobre todo en torno a la dicotomía entre la frontera doméstico/ internacional. El proceso de transformación del Estado y sus intereses ha desmitificado la supuesta separación, en razón de sus capacidades, entre lo doméstico y lo global. Lo que alguna vez fue pieza nuclear del Estado moderno soberano, ahora representa una paradoja: en orden de poder mejorar las condiciones domésticas es necesario internalizar lo global y hacerlo parte fundamental del ámbito doméstico. Ya no es necesario hacer frente a ese “afuera caótico, ahora se hace imperativo adaptarlo y hacerlo parte de la propia identidad y cultura doméstica, con las implicaciones políticas, económicas y sociales que esto puede conllevar (Cerny, 2010).

Así pues, lo que comenzó a suceder a finales de la década de 1970 y principios de 1980 tiene que ver con este proceso de transformación y renovación de las tareas que desempeñan los Estados. Más allá de la desaparición del Estado, lo que se vivió durante estos años fue una revitalización del propio aparato estatal. Lo que necesitaba el proyecto identificado coloquialmente como “neoliberal” era de un Estado que pudiera ser el regulador de un contexto económico competitivo, sustrayendo sus esfuerzos de aquellas laboras que ahora resultaban obsoletas para su desempeño y reorientándose hacia aquellas tareas que pudieran mejorar la posición de sus economías nacionales en el contexto estructural (Cerny, 2010).

Crisis y la transformación del Estado

Ahora bien, ¿cómo es que dichas transformaciones se suscitan? Para dar respuesta a la incógnita es necesario identificar cuáles son las coyunturas específicas que permiten dichos desarrollos. A este respecto, existe un consenso amplio que identifica a las crisis, tanto en sus vertientes políticas, sociales y económicas, como un punto definitivo que permite la generación de nuevos esquemas de respuesta que dan pie a dichas transformaciones estatales. En ese sentido, y como bien apuntan Widameir et al. (2007), las crisis son puntos de inflexión en el cual el orden imperante, o hegemónico, comienza a derrumbarse y uno nuevo se apuntala para sustituirlo (p. 747).

La importancia de dichos episodios ha sido ampliamente estudiada y ha generado un corpus rico en interpretaciones. De estas, las que sobresalen son dos, a saber: la visión objetivo-explicativa y la subjetivo-interpretativa. La primera está fuertemente vinculada con los escritos de Marx, Keynes, Ikenberry, Gourevitch y Gilpin y, a manera de resumen breve, se centra en las condiciones específicas, materiales u objetivas, que provocan precisamente el surgimiento de estos episodios. En Marx, por ejemplo, la tendencia decreciente de la tasa de ganancia; en Keynes, la teoría sobre la sub-inversión, que ya toma en consideración algunos factores no materiales para explicar el comportamiento de los agentes; en Ikenberry, los cambios que estos episodios traen para el balance de poder; y, finalmente, en Gourevitch, como parte del reacomodo de las fuerzas políticas domésticas (Samman, 2015; Widmaeir et al., 2007). El común denominador de todas es que parten de las condiciones materiales para explicar cómo es que dicho episodio se gestó, en primer lugar, y continúan por dicho sendero para entender las transformaciones del orden social, político y económico.

Por su parte, la visión subjetivo-interpretativa se aleja de la determinación material de la realidad para poder comprender cómo los episodios denominados como crisis se construyen de manera discursiva y a través de la interpretación que se hace sobre ellas. En ese sentido, dentro de dicha perspectiva podemos encontrar los trabajos de algunos teóricos vinculados con la Escuela Regulacionista francesa, sobre todo los más cercanos al trabajo del filósofo marxista Louis Althusser, y los que se denominan como los nuevos teóricos de las crisis, entre los que se encuentran Colin Hay, Mark Blyth y el propio Bob Jessop (Samman, 2015). Para estos pensadores, ignorando sus discrepancias más profundas, las crisis pueden ser catalogadas como eventos que necesitan de interpretaciones intersubjetivas por parte de los agentes que se encuentran imbuidos en ellas; interpretaciones que precisamente van a marcar la tendencia para promover un cambio (Widameir et al., 2007: 748). Así pues, alejándose del crudo materialismo, lo que se propone es examinar cómo se encuadran las crisis en los marcos cognitivos de los diferentes actores involucrados en el proceso, y cómo son estos mismos los que dan un significado distintivo a dichos episodios.

Empero, enfatizando esta última propuesta, no todo lo que constituye una crisis se encuentra incrustado en el imaginario colectivo y su interpretación. Más que desdeñar cualquier rastro materialista en torno a la concepción y respuesta a una crisis, lo que hacen estos nuevos teóricos es tratar de abarcar, hasta donde es posible, el amplio espectro en torno al entendimiento de dichos fenómenos a través de la síntesis entre lo material y lo inmaterial. Lo que desencadena el periodo de crisis es, la mayor parte de las veces, propiciado por cuestiones materiales ―devaluaciones, crisis financieras, pánicos bancarios, guerras―, sin embargo, cuando dichos eventos diluyen el andamiaje normativo-institucional que les permite a los actores definir cómo se debe de responder a estos eventos, la indeterminación de la situación promueve que sean los actores más relevantes en dicho contexto los que den orden al aparente caos y se permita vislumbrar un curso de acción. Todo esto abonado por la interpretación que realicen dichos agentes del evento (Samman, 2015). Así pues, las crisis se presentan como la antesala a cambios que puedan paliar las tensiones y contradicciones que promueven dichos eventos o pueden generar una transformación más profunda del orden y de las unidades que la conforman.

¿Cómo nos movemos de una crisis hacia una transformación? Para poder responder a la interrogante, lo primero que hay que realizar, derivado del propio trabajo de Hay, es establecer cómo es la naturaleza del fenómeno que se va estudiar en torno a la crisis, en nuestro caso el Estado. A este respecto, lo que hay que tener en mente es que el Estado, más allá de mostrar una homogeneidad que supera sus propias contradicciones y que actúa a una sola voz, es lo que se denomina un sistema re-activo que se encuentra conformado por diversas instituciones que despliegan una autonomía que puede ser observado en su día a día, en sus actividades, procesos y toma de decisiones (Hay, 1999: 320-321). En realidad, de lo que se habla cuando se hace referencia a la supuesta unidad del Estado, como un todo homogéneo, es de la unidad latente que muestra justo en los periodos de transformación y de crisis, cuando la interacción rutinaria y autónoma de cada una de las partes se recentraliza y esto permite su modificación y recoordinación (Hay, 1999: 321). Dicho proceso, como lo apunta el propio autor, puede ser catalizado por tres eventos, principalmente, a saber: 1. cuando la integridad territorial se encuentra en juego, 2. cuando la estabilidad político-social está en riesgo o, finalmente, 3. cuando la continuidad estructural y la legitimidad del propio Estado se encuentran amenazadas por el fracaso económico y del propio Estado (Hay, 1999: 322).

La forma en cómo estos eventos son narrados discursivamente, en nuestro caso específico la crisis de la deuda de 1982, va suponer la manera en cómo se renegocia la unidad latente del Estado, unificando los esfuerzos institucionales dentro del aparato estatal para imponer una nueva trayectoria, modificando su complejo institucional y normativo (Hay, 1999: 331). Para lograr esto, los actores relevantes simplifican la compleja realidad social, identificando una serie de factores independientes que permitieron las condiciones materiales para el surgimiento del periodo de crisis, unificando dichas variables en una narrativa única sobre la crisis, la cual ensalza eventos y datos estadísticos que puedan dar fundamento a dicha narrativa. Dicha metanarrativa despoja a estos eventos, y a los datos que los apoyan en términos claros, y se comienza a hacer alusión a cuestiones más abstractas que tratan de englobar esos, y los demás eventos ―como, por ejemplo, hablar de las diferentes crisis económicas de la década de 1970 como crisis del Estado de bienestar― (Hay, 1999: 333-334).

Ante este panorama, se gesta lo que se denomina como intervención decisiva y que tiene que ver con la manera en cómo el Estado, ahora con una unidad discursiva, logra modificar su trayectoria e imponer un nuevo proyecto. En ese sentido, el Estado responde principalmente de dos maneras, a saber: 1. a través de respuestas que abordan y resuelven las fallas y contradicciones selectivas, que hayan sido identificadas para la construcción narrativa de la crisis; o 2. por medio de respuestas que abordan la crisis, como un evento discursivo, pero no resuelven las causas estructurales que permitieron el surgimiento de dicha narrativa (Hay, 1999: 337). De estas dos, no existe una claridad sobre la que se utilice más. Por el contrario, y es necesario enfatizar esto, los momentos de transformación derivados de las crisis por lo general muestran que ambos procesos se gestan; se hace una intervención en algunos aspectos específicos, pero se dejan de lado las contradicciones y fallas profundas que derivaron en dicho episodio.

Así pues, y como se ha tratado de demostrar con este brevísimo apartado, las transformaciones que se comenzaron a gestar a partir de la crisis de la Deuda Externa de 1982 pueden ser explicadas de manera más específica, poniendo atención a cómo se imaginaron y construyeron discursivamente las élites políticas y económicas el nuevo proyecto estatal derivado de dicho episodio.

Las ideas neoliberales en México

Si se quiere analizar cómo fue que las ideas denominadas neoliberales6 impactaron la transformación del Estado mexicano es necesario, antes de identificar las coyunturas que permitieron dicho fenómeno, analizar, de manera histórica, cómo dicho pensamiento comenzó a desplegarse dentro de la sociedad mexicana y, más en concreto, dentro de las cúpulas políticas y económicas, las cuales, al final de cuentas, fueron los actores principales de la reconfiguración estatal.

Lo primero que se debe de tomar en cuenta es el contexto internacional, que fue un elemento crucial para entender dicho proceso. Así pues, y derivado de la situación mundial durante el periodo de entreguerras, después de la Primera Guerra Mundial y la crisis del 29, el andamiaje teórico-institucional del mundo se modificó de manera profunda. La búsqueda de respuestas alternas a la ortodoxia económica imperante para superar dicha crisis institucional en el orden internacional se vio reflejado en lo que Frieden (2007) denomina como las bases del Estado de bienestar keynesiano, y que tienen sus orígenes en el periodo del New Deal en EE.UU. y el ascenso de la social-democracia sueca (p. 230). Dichos modelos se alejaron, en buena medida, de la visión escéptica de los liberales clásicos hacia la intervención del Estado en la esfera económica y promovieron un nuevo acuerdo entre este y la sociedad, logrando llevar a cabo acuerdos entre el sector empresarial, obrero y agrícola, promoviendo el manejo macroeconómico, la seguridad social y los derechos laborales (Frieden, 2007: 230). En ese sentido, México, y los demás países latinoamericanos, se vieron influenciados por dicha tendencia y promovieron esta visión en sus contextos domésticos.

Dicho cambio provocó, al igual que a escala internacional, la suspicacia de una parte de la sociedad mexicana, que abogaba por un manejo de la economía más ortodoxo, más en sintonía con las ideas liberales decimonónicas. Las tensiones comenzaron con el arribo del general Cárdenas a la presidencia con sus políticas de corte nacionalista, y que tenían como objetivo dar el rol de rector de la economía al Estado (Romero Sotelo, 2016: 58). Así pues, tras las elecciones que le dieron el triunfo a Cárdenas, algunos personajes allegados con el sector bancario comenzaron a buscar justificaciones y apoyo teórico para contraponerse a dichos designios. Luis Montes de Oca, director general del Banco de México durante la presidencia de Cárdenas, fue el personaje encargado de importar las ideas liberales de algunos teóricos importantes a escala internacional, como Walter Lippman, Friedrich von Hayek y Ludgiw von Mises, a territorio mexicano. Como menciona Romero Sotelo (2016), Montes de Oca fue “líder de un grupo de intelectuales y empresarios que se oponían a la política de Cárdenas” (p. 41).

Así pues, Montes de Oca, que desde la época de Plutarco Elías Calles se posicionó dentro de la cúpula política del México posrevolucionario, primero como contralor general de la nación y después sucediendo a Alberto Pani dentro de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (Romero Sotelo, 2016: 45), sería el encargado de pregonar el nuevo credo liberal traduciendo, en 1938, la obra de Lippman, The Good Society,7 bajo el título de Retorno a la Libertad e introduciendo, de manera paulatina, las ideas de la Escuela Austriaca8 de economía a México, una tendencia que se volvió nuclear en la transformación del pensamiento liberal del siglo XX (Romero Sotelo, 2016). A Luis Montes de Oca se le unirían, más adelante, figuras como Gustavo R. Velasco, quien fue presidente de la Asociación de Banqueros de México y, además, tradujo algunas obras claves del pensamiento austriaco; Faustino Ballvé, exiliado español; Aníbal de Iturbide, banquero mexicano; y Raúl Ballières, empresario mexicano (Romero Sotelo, 2016).

En un primer momento, y debido a los cambios coyunturales que vivió el mundo en los años de entreguerras, y al igual con lo que sucedió a escala internacional, el eco de las ideas liberales clásicas no logró tener ya ningún tipo de resonancia en el ámbito doméstico. Lo anterior quedó reflejado con lo que podría considerarse la consolidación del dirigismo estatal cardenista con la promulgación de la Ley de Expropiación, en 1936 y la subsecuente expropiación petrolera de 1938 (Romero Sotelo, 2016). Un año más tarde comenzó la Segunda Guerra Mundial, y en 1940 Cárdenas dejó la presidencia, siendo sustituido por Manuel Ávila Camacho al imponerse al candidato de la oposición, Juan Andrew Almazán, del cual Montes de Oca fungió como asesor y tesorero durante su campaña política, por lo cual tuvo que dejar la dirección del Banco de México (Romero Sotelo, 2016: 51).

Es precisamente durante la presidencia de Ávila Camacho que se dio el primer encuentro entre las dos principales figuras de la Escuela Austriaca, von Mises y von Hayek, y sus seguidores mexicanos. Como bien menciona Romero Sotelo (2016), para el año de 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, von Mises llega al país para dictar una serie de conferencias y reunirse con el sector banquero y empresarial del país, principalmente en la ciudad de México y Monterrey (p. 53). Este primer encuentro sentó las bases intelectuales que sería recurrentes en el proyecto discursivo del sector afín al ideario liberal en México y, además, promovió la instauración de una serie de instituciones que fueron claves para diseminar su pensamiento, como la Asociación Mexicana de Cultura y el Instituto Tecnológico de México.

Fundado en 1946, bajo el liderazgo del empresario Raúl Ballières, la Asociación Mexicana de Cultura A.C. tenía como propósito principal, de acuerdo a sus propios objetivos, la de “iniciar, promover, estimular, patrocinar, o directamente administrar toda clase de actividades educacionales y culturales” (Romero Sotelo, 2016: 116), aunque la realidad era que lo que se buscaba era la difusión del nuevo pensamiento liberal. Por medio de dicha institución se creó, ese mismo año, lo que sería el Instituto Tecnológico de México (ITM), centro educativo especializado en la enseñanza de la economía que pudiera servir de contrapeso en la formación de especialistas a la Escuela de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México y su visión cuasimarxista, desarrollista y, sobre todo, estatista (Romero Sotelo, 2016: 119). La misión del ITM era, de acuerdo a la visión de uno de sus fundadores, la de crear las condiciones para transformar un país estatista en un país capitalista liberal (Camp, 2002: 134).

El año en que surgieron ambas instituciones, llegó a la presidencia de México Miguel Alemán Valdés, el denominado por Vicente Lombardo Toledano como cachorro de la revolución. Si bien es cierto que el Presidente Alemán tenía una visión más conciliadora que Cárdenas y, además, trató de desmarcarse de cualquier vestigio cardenista, su periodo también fue visto con sospecha. Esto se debió a que, ya instaurado el consenso keynesiano en casi todo el mundo, era muy difícil desechar la “nueva ortodoxia” económica. Así pues, y tras la promulgación de la Ley de Atribuciones al Ejecutivo en Materia Económica, en 1950, los ataques hacia la dirección estatal continuaron (Romero Sotelo, 2016: 115). Sin embargo, ahora dichas críticas se comenzaron a formular desde las instituciones que se habían creado para promover la nueva doctrina liberal. Así pues, a partir de la década de 1950, los esfuerzos se encaminaron en dar un mayor fundamento teoórico-idelógico a las ideas, traduciendo más obras de los pensadores más conspicuos del pensamiento liberal y, además, fomentando la creación de vínculos con el extranjero.

En ese sentido, la obra de Aníbal de Iturbide y Faustino Ballvé sirven de testimonio para sostener lo anterior. De Iturbide tuvo un periodo de intenso trabajo intelectual entre cuyo nombre es Visión Científica y Retrospectiva del Crédito en México. Por su parte, Ballvé, exiliado español naturalizado mexicano, publicó en 1956 su obra Diez lecciones de economía, que lo hizo acreedor al reconocimiento de gran parte de la intelectualidad liberal de la época (Romero Sotelo, 2013: 146; Romero Sotelo, 2016: 174). A estos esfuerzos por apalancar más el movimiento en el país, para 1958 un grupo de la Sociedad Mont Pèlerin,9 institución creada en 1947 con el fin de promover el credo liberal en el mundo, visitó nuestro país después de haber asistido a su reunión anual en la ciudad de Princeton, en EE.UU. El Instituto de Investigaciones Sociales y Económicas, A.C., institución afín al programa político-económico de dicho grupo, organizó una serie de mesas y conferencias con el fin de visibilizar su propuesta en materia de política económica (Romero Sotelo, 2013: 158).

Sin embargo, y a pesar de dichos esfuerzos, la confrontación no logró pasar de los círculos empresariales y financieros de México. En ese sentido, ni siquiera el plan de estudios del ITM se alejó demasiado de lo que se enseñaba en la UNAM, manteniendo, hasta cierto punto, un mismo paradigma económico, por lo menos como lo demuestran las tesis desarrolladas por las dos escuelas (Babb, 2005: 160). Es precisamente a través del ITM, convertido en autónomo en 1962 durante la presidencia de Adolfo López Mateos, que el objetivo de influir, sobre todo, en el aparato gubernamental comenzó a cristalizarse. Este proceso se comenzó a gestar por medio de la incorporación de graduados del ahora Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) dentro del Banco de México (BM). La incorporación de estos elementos comenzó desde finales de la década de 1940, cuando Gustavo Petricioli logra incorporarse a dicha institución, pero tendría uno de sus puntos de mayor auge durante la década de 1970. Este aparente auge se logra, en primer lugar, por el cambio en el plan de estudios de dicha institución, la cual, como bien menciona Babb (2015), se americanizó una vez que logró su autonomía y que tuvo como directores al propio Petricioli y a Francisco Gil Díaz, ambos egresados del ITAM y ambos con estudios de posgrado en EE.UU. (Babb, 2015: 160).

De esta manera, el refinamiento matemático y la (re)orientación de la enseñanza hacia la escuela monetarista10 influyeron para la tecnificación de los economistas del ITAM, lo que les permitió acceder a puestos de poder dentro del Banco Central (Babb, 2003: 186; Babb, 2015:160). En ese sentido, gran parte de los alumnos de economía del ITAM comenzaron a realizar estancias de posgrado en las universidades estadounidenses, lo que alimentó dicho proceso de reconfiguración. Estas aptitudes comenzaron a ser más atractivas dentro del Banco Central debido a la situación particular que estaba viviendo la economía mexicana. Derivado de los acontecimientos sucedidos en 1968, en donde el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz reprimió de manera brutal el movimiento estudiantil que surgió en México en aquellos años, su delfín y presidente de México de 1970 a 1976, Luis Echeverría Álvarez, se embarcó en un programa económico conocido como “populismo económico” para poder (re)legitimar al partido hegemónico y, por ende, a su gobierno (Babb, 2003: 159).

Por medio del aumento de gasto público, orientado hacia el sector de salud, vivienda y educación, el gobierno de Echeverría, para final de su sexenio, logró acumular una deuda por 29,500 millones de dólares, lo que provocó que fuera necesario firmar un acuerdo de reserva con el Fondo Monetario Internacional (Babb, 2003: 158). Este mismo problema se presentó durante la administración de José López Portillo. Tomando como base lo hecho por Echeverría, aunque matizando su postura hacia el sector empresarial, que en un primer momento trató de mantener en armonía con su “Alianza para la Producción”, el gobierno de López Portillo mantuvo un fuerte gasto a través de deuda, lo cual inevitablemente llevó al colapso de la economía. En ese sentido, para poder llevar las negociaciones a buen puerto, las herramientas con las que contaban los egresados del ITAM, y de otras instituciones como el Colegio de México, los convirtió en el perfil idóneo para incorporarse a la administración pública; todos con un inglés fluido, que hablaban el mismo “lenguaje” económico que sus pares y que, en algunas ocasiones, compartían vínculos personales (Babb, 2015).

La restructuración del Estado mexicano
La etapa populista

Una vez que ya se ha delineado históricamente el movimiento (neo) liberal en México, que a final de cuentas constituyeron el grupo político que logró establecer los parámetros legítimos y necesarios para transformar al Estado mexicano, es necesario construir la narrativa de los eventos que dieron pie al periodo de crisis y que, finalmente, promovieron el surgimiento de la coyuntura que permitió el momento de intervención decisiva y, de esta manera, modificó su trayectoria. En ese sentido es necesario hacer una recapitulación que nos permita identificar las contradicciones que acumuló el propio Estado mexicano para tener una visión más completa de la raíz de dicho periodo de crisis.

Las tensiones dentro del sistema político y económico mexicano que derivaron en la crisis de la deuda de 1982 se remontan a la llegada al poder de Luis Echeverría, secretario de Estado durante la administración de Gustavo Díaz Ordaz, que asume la presidencia del país en el año de 1970. Con el objetivo de tratar de subsanar la deslegitimidad que enfrenta el partido hegemónico, derivado de los hechos ocurridos en 1968, Echeverría da comienzo a lo que se ha denominado, como ya hemos visto, como la época “populista” (Babb, 2003: 156; Morton, 2003: 637), que en el caso de Echeverría se caracterizó por una serie de reformas políticas y sociales, que sirvieran para poner en marcha un nuevo pacto social entre empresarios, campesinos, obreros, estudiantes y las clases medias, bajo la estrategia macroeconómica denominada como “desarrollo compartido” (Morton, 2003: 637), el cual, como bien menciona Rodríguez Díaz (2011), promovió la visión del Estado como factor estabilizante de la vida política y económica, asumiendo la tarea de promover el crecimiento económico para todos los sectores del país (p. 88).

Así pues, bajo esta nueva visión, que sustituyó al denominado desarrollo estabilizador, el Estado mexicano reafirmó, hasta cierto punto, su compromiso con los valores revolucionarios y, además, volvió a asumir un protagonismo que se había desvanecido durante los sexenios pasados. Sin embargo, para poder llevar a cabo dicho plan, el gobierno de México no contaba con los recursos domésticos suficientes para financiarlo, debido a que, en el entendido de mantener las diferentes fuerzas sociales en calma, el gobierno no logró articular una reforma fiscal eficiente y tener una recaudación que facilitara dichos objetivos. En este panorama, la única opción que tenía el gobierno era el endeudamiento externo, práctica que, a partir de entonces, se convirtió en la forma más sencilla de poder mantener a flote los planes y programas del Estado, y la inflación (Morton, 2003: 637; Rodríguez Díaz, 2011: 89; Bortz y Mendiola, 1991: 50). En ese sentido, dicha tendencia queda clara si observamos el crecimiento del gasto gubernamental como proporción del PIB, que pasó de 22 % para 1970 a 36 % para 1976 (Salazar, 2004).

Sin embargo, la reorientación económica propuesta por el gobierno de Echeverría causó molestia sobre todo en una parte importante del sector empresarial y financiero en México, que veía en las políticas populistas un comportamiento poco mesurado y que no respondía a las condiciones económicas específicas por las cuales estaban atravesando México y el mundo, sobre todo a partir de la crisis del petróleo de 1973. Además, cabe destacar que para 1973 el gobierno de Echeverría lanzó la denominada “alianza popular revolucionaria”, la cual incluyó al Congreso del Trabajo y algunos sectores del partido gobernante, dejando fuera al empresariado y al sector financiero y bancario, utilizando dicho mecanismo para balancear las fuerzas sociales (Leal Martínez, 1990: 23). Esto, en conjunto con una retórica cada vez más confrontativa, propició la creación, en 1975, del Consejo Coordinador Empresarial (CCE), entidad que comenzó de manera explícita a oponerse a la política económica del presidente de la República, suponiendo una ruptura importante con dicho sector (Morton, 2003: 637).

Para 1976, el último año de la presidencia de Echeverría, la economía mexicana se vio arrastrada a una crisis económica que supuso una primera alerta para el modelo económico adoptado por el gobierno mexicano. En ese sentido, la crisis de 1976 tuvo su fuente en el agotamiento del modelo de industrialización por sustitución de importaciones (ISI), modelo que había sido ampliamente adoptado en partes del denominado en aquel entonces como Tercer Mundo, sobre todo en América Latina. Dicho modelo, derivado de las aportaciones de Raúl Prebisch y los economistas de la Comisión Económica para América Latina, tenía como principal objetivo lograr la rápida industrialización de los países menos desarrollados a través de un conjunto de medidas orientadas a restringir la importación y de subsidios e incentivos para el desarrollo de un aparato industrial, fomentando la producción de bienes a escala doméstica y protegiéndolos de la competencia del mercado internacional (Frieden, 2007: 304). Sin embargo, y debido al enfoque que adoptaron los países que implementaron el modelo ISI, a la larga, comenzaron a mostrar problemas económicos graves, como una balanza comercial y de pagos desfavorable, al seguir necesitando algunos insumos del exterior, pero restringiendo las exportaciones (Frieden, 2007: 351-352).

Dichas condiciones económicas, con una balanza de pagos cada vez más deteriorada y una inflación acumulada de 76.4 % entre 1970 y 1975, con un tipo de cambio de fijo, lo que hacía que el peso se encontrara sobrevaluado por 50.67 % durante los mimos años, provocaron, desde 1973, la salida de capitales, suponiendo que tarde o temprano sería imposible sostener dicho escenario (Cárdenas, 2015: 622). Para septiembre de 1976, la bomba de tiempo estalló. La economía mexicana se encontraba sin reservas internacionales para poder defender el tipo de cambio, con una inflación de 22 % para 1976 y una deuda externa por 29.5 mil millones de dólares, no hubo más remedio que devaluar la moneda un 59 % y, además, pedir la intervención del Fondo Monetario Internacional mediante un acuerdo (Cárdenas, 2015: 627). En lo que se denominó como la “crisis de la confianza”, la economía mexicana afrontó uno de sus momentos más duros hasta esa fecha. La contracción económica derivada de las decisiones del gobierno de Echeverría provocó una salida masiva de capitales y la dolarización, 70 % de los nuevos depósitos se realizaban en dólares (Cárdenas, 2015: 267).

En este escenario, el delfín de Echeverría, José López Portillo, asumió la presidencia en diciembre de ese mismo año, 1976. Siguiendo la línea ya trazada por su antecesor, el gobierno de López Portillo continuó con las políticas denominadas populistas, sin embargo, durante su sexenio se presentó una situación que no tuvo el gobierno de Echeverría. Casi a la par que cuando asumió la presidencia, se descubrieron grandes yacimientos de petróleo en el país, lo que provocó una euforia y, además permitió salir de la crisis económica (Meyer, 1993: 66; Morton, 2017: 121). De lo que se trató a partir de ese momento, en palabras del propio presidente de México, era de “administrar la abundancia”. Sin embargo, dicha abundancia lo que provocó fue una dependencia marcada de la exportación de hidrocarburos que pasaron de representar el 16 % en 1976 al 40 % en 1979, para terminar en 75 % para 1981 (Morton, 2017: 121). Sin embargo, los objetivos y la postura de la presidencia ante el boom petrolero que experimentó el país no fueron suficientes para evitar un escenario catastrófico debido a la incapacidad para modificar la trayectoria.

De esta manera, el gasto público continuó creciendo exponencialmente, de 30.3 % a 37.7 % para 1981, mientras que los ingresos públicos cayeron, los ingresos externos se contrajeron de 9.1 % a 7 % del PIB, mientras que los ingresos públicos internos pasaron de 24 % a 21.5 % del PIB (Beltrán, 1990: 600). De igual manera, se mantuvo un tipo de cambio fijo que promovió una sobrevaluación del peso frente al dólar, lo cual contribuyó a ensanchar el déficit de la balanza de pagos, que creció 33 % para 1981, el 5.2 % del PIB (Beltrán, 1990: 600). Estos desarrollos se vieron empeorados por una recesión de orden internacional y, además, un cambio en el paradigma económico imperante en EE.UU. En 1979, el entonces presidente de la Reserva Federal (Fed), Paul Volcker, tomó una decisión que tuvo repercusiones inmediatas y trágicas. De manera súbita, elevó la tasa de interés al 10 %, después al 15 %, para terminar en 20 %. El denominado “shock Volcker” puso a los países deudoras en graves apuros para hacer frente a sus compromisos financieros (Frieden, 2007: 372). En 1981, y de manera inesperada, los precios del petróleo se desplomaron y, debido a la dependencia que había generado el gobierno mexicano de esto, el panorama se tornó sombrío, la abundancia había llegado a su fin (Meyer, 1993: 66; Morton, 2003: 638).

Como indica Ávila (2006), la caída de los precios del petróleo fue la primera alerta en torno al manejo de la economía y las posibles consecuencias que esto podría tener en el país. Sin embargo, el gobierno pareció no ceder para cambiar el rumbo. Así pues, para febrero de 1982 el peso se devaluó un 70 %, lo cual aceleró el proceso. Finalmente, y después de las elecciones en agosto, se suscitó el último evento que propició el declive final de la deteriorada economía mexicana. La confrontación, y las malas decisiones económicas, enfrentaron a la élite económica con el gobierno. Debido a estas situaciones, la fuga de capitales comenzó a volverse cada vez más intensa (Ávila, 2006: 31-37). Debido a esta situación, que orilló al país a buscar financiamiento en el exterior para poder hacer frente al escenario catastrófico, en el verano de 1982 el entonces secretario de Hacienda, Jesús Silva Herzog Flores, declaró la moratoria del gobierno para hacer frente a sus compromisos y la economía colapsó. Las fuentes de financiamiento se secaron y el gobierno lopezportillista tuvo que hacer frente al problema asumiendo una actitud desesperada (Frieden, 2007: 374).

En su punto culminante, y para terminar de asestar el último gran golpe a la propia legitimidad del partido-Estado, el presidente de la República, casi de manera secreta, promovió la nacionalización de la banca para poder contener el vendaval. Así pues, la decisión respondía a un último recurso que tuvo el gobierno de López Portillo, culpar a los saca dólares, como se les bautizó, y evitar que la fuga de capitales persistiera (Ávila, 2006: 42). Esto provocó una ruptura más pronunciada con partes del sector empresarial, banquero y financiero, que, desde la presidencia de Echeverría, como hemos dejado claro en el texto, se oponían a las políticas sexenales. Sin embargo, a escala internacional la nacionalización no representó una amenaza seria de que México estuviera transitando hacia un modelo económico distinto. Para la comunidad internacional, lo que hizo el gobierno de México respondía a las propias necesidades del sistema financiero nacional, un sistema que estaba hecho trizas (Ávila, 2006: 47). Así pues, el gobierno saliente logró establecer, como había sucedido en 1976, un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional para poder rescatar la economía, en el entendido de que el Estado mexicano aplicaría un programa de austeridad (Ávila, 2006: 53; Morton, 2003: 638). Como bien menciona Gilly (1986), la crisis de 1982 marcó el fin del pacto social mexicano, fuente de la legitimidad del partido-Estado, que comienza durante la época de Cárdenas, trató de salir de ella reestructurando la economía, insertando a México en el mercado mundial y promoviendo un nuevo modo de dominación, una nueva forma de Estado capitalista (p. 15).

De la Madrid y la reconfiguración

Con la legitimidad del partido-Estado en uno de sus niveles más bajos, el 1 de diciembre de 1982 asumió como presidente de México Miguel de la Madrid Hurtado, que había salido victorioso de la contienda electoral en julio de ese mismo año. De la Madrid había fungido, durante la presidencia de López Portillo, como secretario de Programación y Presupuesto y constituyó el primer eslabón en la cadena de la transformación de la élite política en México, lo que Morton (2003) denomina como camarilla, y que se constituyó en la fuente de líderes dentro del partido en el poder (p. 638). Así pues, y de acuerdo con los cambios que ya hemos esbozado anteriormente, De la Madrid inauguró una nueva etapa de la cúpula política mexicana que procede, sobre todo, del Ministerio de Programación y Presupuesto y que se encuentra fuertemente vinculado con la élite bancaria y financiera (Morton, 2003: 638). Este tipo de cambios se vieron reflejados en otras instituciones, como vimos con los graduados del ITAM en el Banco de México, y constituirían una nueva casta de mandarines, los denominados tecnócratas.

El gobierno de De la Madrid recibió al país hecho añicos, sin embargo, y como bien apunta Meyer (1993), rápidamente, y sin una alternativa clara, se embarcó en una transformación profunda de la economía y del propio Estado, rechazando la concepción de Estado todopoderoso, con una economía cerrada bajo un régimen corporativo, por un Estado mínimo con una economía abierta, de mercado, bajo un sistema político más competitivo (p. 67). Desde el momento en que asumió la presidencia se dio a la tarea de achicar el campo de acción del Estado mexicano anunciando la privatización de entre el 33 % y 34 % del capital de los bancos nacionalizados, seguida por la indemnización a los banqueros expropiados y la reprivatización de las empresas pertenecientes a los bancos (Cárdenas, 2015: 664; Amador Vázquez, 2014: 28), además, realizando modificaciones a los artículos 25 y 28 de la Constitución mexicana que delimitaron bien la frontera de la intervención del Estado en la economía (Cárdenas, 2015: 664). De igual manera, y con el apoyo del Banco de México, el gobierno mexicano comenzó una renegociación de la deuda externa y la recuperación de la confianza de los empresarios financieros (Amador Vázquez, 2014: 28).

Estas acciones fueron seguidas por el Programa Inmediato de Reordenación Económica (PIRE), que tenía como objetivo estabilizar la economía a través de una reconfiguración sustanciosa de la economía mexicana, esperando contrarrestar todas aquellas tendencias estructurales que habían permitido el surgimiento del periodo de crisis (Cárdenas, 2015: 665; Ávila, 2006: 59). Dicho programa puso énfasis, como bien apunta Cárdenas (2015), en “reducir el desequilibrio de las finanzas públicas y de la balanza de pagos y combatir la inflación, también incluía en forma explícita el objetivo de proteger la planta productiva y evitar al máximo el desempleo” (p. 667). Este documento fue presentado ante el FMI, que lo aprobó con beneplácito y aprobó un financiamiento por $3,700 millones de dólares (Ávila, 2006: 58). A esto le siguió el Plan Nacional de Desarrollo (PND) que puso atención en resaltar los problemas estructurales que tenía el país, derivados del modelo económico que se había adoptado hasta ese momento, trazando las directrices que se seguirían para poder alcanzar una renovación, reorientado y modernizando el aparato productivo, con la promoción de la diversificación del desarrollo regional descentralizando las actividades productivas, enfatizando el rol del Estado para el nuevo proceso y, finalmente, estimulando al sector empresarial y social (Ávila, 2006: 61).

Si bien es cierto que los primeros resultados no fueron para nada desalentadores, cabe destacar que el proceso generó, para 1984, un sobrecalentamiento económico, por lo cual fue necesario formular otra ronda de reformas que pudieran “enfriarla”. En ese sentido, a partir de 1984 se profundizó aún más el cambio en la visión de los nuevos mandarines mexicanos del gobierno de De la Madrid, promoviendo la idea de una economía abierta con Estado mínimo (Ávila, 2006: 67). Bajo esta nueva concepción, se liberalizó al comercio y se estimuló la inversión extranjera, se concretó la incorporación de México al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, se privilegiaron los mercados internacionales y la producción hacia el exterior, se comenzó con la privatización o liquidación de las empresas pertenecientes al Estado, que se redujeron en un 64.3 % (Ávila, 2006; Amador Vázquez, 2014: 30).

Ya para finales del sexenio de De la Madrid, y debido al crecimiento del mercado de valores en México que contribuyó a la formación de una burbuja accionaria que terminó en octubre de 1987 y produjo un replanteamiento sobre las medidas necesarias para concluir el proceso de estabilización económica y cierre de la presidencia, el crack bursátil de 1987, promovió el denominado Pacto de Solidaridad Económica (PSE), el cual contaba con elementos ortodoxos, como el aumento de impuestos y reducción de egresos y algunas medidas heterodoxas como controles de precio y salarios (Cárdenas, 2015: 692). Los resultados del instrumento se lograron, y a través de este último esfuerzo se logró legitimar la nueva vía que seguiría la economía mexicana y los nuevos parámetros del Estado. A partir de ese momento, como bien apunta Huerta Moreno (2005), “el Estado debería sujetar sus funciones a un esquema de racionalidad económica en el que estarían claramente diferenciadas las actividades públicas y el nuevo papel del capital privado, núcleo de las capacidades y la iniciativa individual” (p. 145).

Cabe destacar que esta transformación no sucedió sin la intervención decisiva de un nuevo grupo de políticos que, a través de la expansión de las actividades del propio Estado mexicano, durante el auge de la época populista de Echeverría y López Portillo se vieron imbuidos, a través de la expansión de los programas de becas para estudiar un posgrado en el extranjero, en los cambios intelectuales que se estaban suscitando en todo el orbe. Este grupo de mandarines estaba conformado, como bien menciona Babb (2003), por maestros y doctores formados en EE.UU. que promovieron una visión especifica de cómo se tenía que manejar la situación que enfrentó el gobierno mexicano durante la época, con conexiones formales con especialistas estadounidenses y, muchas veces, con vínculos personales con funcionarios de algunas instituciones internacionales. Bajo el liderazgo de Gustavo Petricioli, quien fungió como secretario de Hacienda y Crédito Público en el último tramo del sexenio de De la Madrid, sustituyendo a Silva Herzog Flores, y Jaime Serra Puche, quien era el subsecretario de esta. El primero, egresado del ITAM, responsable de la americanización del programa de economía; el segundo, egresado de la UNAM y el Colegio de México, con un doctorado en Yale (Babb, 2003: 252).

La construcción de la crisis y la legitimación del Estado de competencia en México

Como hemos podido observar en la sección anterior, la crisis fue el desenlace de una serie de contradicciones, tensiones y hábitos al seno del partido-Estado que propiciaron la transición entre el Estado de bienestar en México y dieron pie al surgimiento del Estado de competencia. En ese sentido, y de manera intuitiva, se puede suponer que todos los hechos descritos anteriormente parten de una lógica concreta, que resultó del análisis objetivo de las condiciones de la economía y, por ende, tenían como principal objetivo terminar con el episodio de crisis y mejorar las condiciones que se habían gestado en ese momento. Sin embargo, y como ha quedado claro en otra parte del texto, la realidad objetiva es una que se forma a través no solo de los supuestos hechos objetivos, si no también del lenguaje y de la transformación de las propias ideas. Así pues, las crisis son construcciones, una narración particular de hechos que se enmarcan dentro una crisis de mayores dimensiones y que, por resultado, predisponen a los agentes involucrados a vivirla, experimentarla y responder a ella de una manera específica (Hay, 2016: 531).

Así pues, y tomando en consideración lo anterior, podemos suponer que la crisis de la deuda de 1982 fue una construcción específica que se llevó a cabo a través de la narración particular que hizo el propio gobierno de De la Madrid y que promovió, al final de cuentas, una receta particular sobre cómo responder a ella. Dicho evento fue una manifestación de una condición más profunda, o al menos así lo hicieron notar los nuevos mandarines mexicanos, que tenía que ver con una crisis del propio Estado mexicano. Como bien expresó el propio presidente mexicano, el episodio ponía en riesgo la “solidaridad indispensable para la vida común y el esfuerzo colectivo” (Beltrán, 1990: 665). Dicha crisis tenía que ser enfrentada a través de lo que denominó una “renovación moral”, concepto retórico utilizado ya desde su campaña presidencial, y que promovió la persecución política de cualquier rastro de corrupción, debido a que, de acuerdo a la percepción social de aquellos años, la crisis de 1982 estaba enmarcada en el derroche que habían hecho las administraciones de Echeverría y López Portillo y el mal manejo de los recursos entrantes durante el boom petrolero (Cornelius, 1985: 99). Además, y en un cambio profundo con las anteriores administraciones políticas, el presidente, por lo menos de manera simbólica, promovió la idea de que dicho combate empezaría con él mismo: “aspiro a inducir con el ejemplo del gobierno, empezando con el mío, el compromiso de todos los mexicanos” (Orozco y Nuñez, 1983: 42).

Dicho proyecto, práctico y lingüístico, se vio acompañado de algunos elementos muy bien identificables que constituyeron la narrativa de crisis del gobierno de De la Madrid y le permitieron justificar la transformación del Estado, el miedo y el nacionalismo revolucionario. Como bien resalta Collado (2011), el miedo dentro del discurso del entonces presidente mexicano constituyó uno de los pilares que le permitieron “imponer el proyecto económico liberal y justificar el autoritarismo” (p. 149). Así pues, el miedo fue utilizado para marcar una frontera imaginaria entre lo que podía sucederle al país, refiriéndose al propio régimen de partido hegemónico, si no se actuaba de manera decisiva. Así pues, al hacer referencia a la situación que vivió cuando asumió la presidencia, el entonces mandatario comentó:

Recibí un gobierno muy desarticulado. Su poder se desgastó de una manera tremenda en los meses anteriores a mi administración. Ahora hay que reconstruirlo, volverle a dar ascendencia y capacidad de acción. La situación es realmente crítica. Debo tomar medidas tan drásticas que me preocupa la tensión social que puedan generar. No tengo alternativa, porque si seguimos retrocediendo, podemos caer en un caos que dé pie a un gobierno dictatorial (De la Madrid Hurtado, 2004: 21).

Además de justificar el “cambio de rumbo”, como el propio de Miguel de la Madrid nombró a su libro de memorias, y poder llevar a buen puerto la transformación del Estado mexicano, el miedo político le sirvió para cimentar aún más la figura del presidente de la República y, de esta manera, justificar las medidas impopulares a través del uso del poder presidencial, “al gran poder del Presidente de la República” (Collado, 2011: 46).

Así pues, y derivado de dicha visión en donde la fuerza del ejecutivo es fundamental para poder llevar a cabo las acciones necesarias para modificar el rumbo que en ese momento tomó la economía mexicana, el presidente declaró, en torno a algunas ideas esbozadas en el Plan Nacional de Desarrollo de 1983, que eran necesarios los “cambios estructurales para provocar transformaciones de gran alcance en el aparato productivo y de distribución” (Cornelius, 1985: 110). Estos cambios que proponía la cúpula política iban encaminados, de igual manera, a distanciarse del proyecto “estatista” impulsado por el régimen durante gran parte de su historia, resaltando, sobre todo, los periodos de Echeverría y López Portillo. En ese sentido, por ejemplo, el presidente evidenció las políticas llevadas a cabo por la administración de López Portillo, sobre todo la nacionalización de la banca, asumiendo que dicho proyecto había sido puesto en marcha por unas personas que no tenían una visión clara y objetiva de la situación, por lo cual no “podíamos dejar todo en manos de unos locos” (De la Madrid Hurtado, 2004: 30). En el mismo tenor que lo anterior, De la Madrid, ya desde su campaña presidencial, comenzó a utilizar de manera constante el concepto de “economía ficticia”, para hacer referencia al estado de cosas del México posrevolucionario y que, de acuerdo a su visión, había impuesto una serie de restricciones a la esfera económica que no le permitía estar en una buena condición de salud, como altos aranceles, subsidios gubernamentales, etc. (Cornelius, 1985: 110).

Así pues, la reorientación del Estado mexicano, con la venta de paraestatales, la reducción del gasto público, la reducción y el poco crecimiento de los salarios, fue legitimada como una necesidad imperiosa para evitar que “la Patria se nos deshaga entre las manos” (Collado, 2011: 162). Esta nueva relación entre el Estado y el mercado en México fue aderezada con la identificación de un enemigo en común, como sucede cuando se quiere promover un programa de cambio profundo que permita la unidad nacional para llevarlo a cabo. Así pues, De la Madrid propuso:

Por ello, hemos adoptado una estrategia para evitar la debacle, que nos obliga a frenar la economía, con todos sus riesgos y sus injusticias. Porque si no frenamos, no solamente no mejorará el país, sino que se nos va para atrás con un impulso fuerte. El problema actual va más allá de lo que se puede resolver con una purga. Es urgente controlar el desorden político y económico para no caer en un gobierno de tipo fascista. No podemos olvidar que hay fuertes tendencias conservadoras en el sistema y que la posición de los Estados Unidos es clara (De la Madrid Hurtado, 2004: 37).

Esta tendencia de cambio y transformación del Estado mexicano se realizó, por paradójico que pueda parecer, haciendo uso, de igual forma que el miedo, de un elemento que fue fundamental desde la instauración del régimen posrevolucionario y fue una estrategia efectiva para dar legitimidad al partido-Estado, el nacionalismo revolucionario. La idea detrás de dicho discurso, de manera sucinta, es que se genera la idea del “mito revolucionario”, una serie de acontecimientos y hechos históricos que trazan una visión de lucha del pueblo mexicano en contra de la opresión y la tiranía (Hernández Rodríguez, 2020: 506) y, además, sirvió el corporativismo político. Así pues, para el proyecto posrevolucionario, es el nuevo Estado mexicano, que nace del proceso que derrumba al antiguo régimen, el que debe de proveer el bienestar social a los ciudadanos del país a través del desarrollo económico (Hernández Rodríguez, 2020: 509). Así pues, el régimen hegemónico del Partido Revolucionario Institucional (PRI), era el medio por el cual los intereses del pueblo mexicano se podían materializar y, a través de esto, promover su propia legitimidad.

Lo interesante del régimen de De la Madrid es que para promover la transformación del Estado mexicano posrevolucionario, responsable de velar por los supuestos intereses de la sociedad mexicana manejando las fuerzas del mercado para lograr dicho objetivo, a una nueva forma de Estado, el gobierno mexicano utilizó la misma retórica que sus antecesores para justificar dicha transición. En ese sentido, el propio De la Madrid se posicionó de manera clara en torno a la idea de la revolución: ¿Quién puede estar en contra del nacionalismo revolucionario? Tal vez los timoratos se asusten de la palabra revolucionario. Pero, ¿quién puede estar en contra del nacionalismo?, ¿quién puede no desear una democratización integral de la sociedad?, ¿o una sociedad más igualitaria? (Hernández Rodríguez, 2020: 503). Como bien argumenta Sheppard (2011), la encrucijada que vivió el gobierno de Miguel de la Madrid era bastante compleja. Por un lado, propugnó terminar con la idea de “gran” Estado, que deriva de la forma desarrollista de Estado, iniciada durante el mandato de Cárdenas, y de su forma keynesiana, identificada con el periodo de posguerra. A su vez, el régimen deseaba continuar en el poder de manera ininterrumpida. Así pues, la manera de solucionar dicha paradoja era la de utilizar el discurso nacionalista, que le daba continuidad y legitimaba al régimen priista, adaptándolo a la nueva realidad económica.

Con esto en mente, las autoridades mexicanas comenzaron a referirse al proceso revolucionario, y por ende al partido insignia de la revolución, como un movimiento adaptativo, el cual reflejaba los valores claves del proyecto revolucionario. En ese sentido, el cambio de ideas y de rumbo a nivel estatal se justificó suponiendo que “la revolución se encuentra viva, porque es capaz de renovarse a sí misma” (Sheppard, 2011: 512). De igual manera, el propio programa económico neoliberal fue incrustado en la ideología revolucionaria enfatizando su “neutralidad”. Para esto se representaron las políticas del gobierno como la única opción disponible y, sobre todo, que emana de elementos técnicos y no ideológicos, anclando estas ideas a la concepción de la revolución como un proceso cambiante y pragmático (Sheppard, 2011. 513). Este tipo de ejercicios se encuentra ligado a la utilización, dentro de la concepción del proyecto neoliberal, de cierto vocabulario y cierta racionalidad que tratan de universalizar y naturalizar los nuevos entendimientos en torno al Estado y a la economía, lo que legitima ciertas acciones y deslegitima algunas otras, imponiendo, de esta manera, “ataduras” al accionar de los tomadores de decisiones (Leal Martínez, 2016: 58).

Así pues, en lo que se denominó como “revolución realista”, los nuevos mandarines mexicanos, buscaron reinterpretar los valores revolucionarios clásicos para legitimar e imponer el nuevo proyecto estatal, enfatizando que “se debe de encontrar un equilibrio entre el nacionalismo utópico, desconectado de la fría realidad económica internacional, y un excesivo pragmatismo que olvida nuestros principales valores políticos” (Sheppard, 2011: 513). Además, el adelgazamiento del Estado y los planes de austeridad impuestos fueron justificados bajo la idea de que “la política de austeridad que se ha implementado es una expresión indiscutible del realismo revolucionario, de responsabilidad y coraje, de un sentido de la historia”, como lo declaró el entonces secretario de Gobernación Manuel Bartlett (Sheppard, 2011: 513). Esta misma idea fue justificada por el entonces secretario de Programación y Presupuesto, Carlos Salinas de Gortari, quien dijo que la austeridad revolucionaria busca reordenar la economía, crear las condiciones para que México pueda superar las dificultades estructurales por las que estaba pasando y preparar al país para el futuro (Sheppard, 2011: 513).

Así pues, y como bien identifica Hay (1999), la construcción discursiva de la crisis es una metanarración en la cual los elementos independientes que pudieron generar dicho episodio se aglutinan en un solo discurso político, en una sola visión de la crisis (p. 333). Para el caso mexicano, no fueron solamente las decisiones individuales del gobierno de Echeverría y López Portillo, con el clientelismo y la corruptela, el mal manejo de la economía y la mala administración de la abundancia, lo que derivó en la crisis de la deuda de 1982; fue un proceso unificador que tenía una causa estructural y era la intervención del Estado en la economía. Esta causa profunda tiene su contraparte en una ideología simplificadora, que toma esos elementos individuales y los agrupa, dando orden y promoviendo una solución factible y unificadora, el proyecto neoliberal, que sirve para entretejer un discurso que promueve, de la disparidad, una intervención concreta para solucionar los problemas identificados (Hay, 1999: 333).

Conclusiones

Como hemos podido observar, el cambio institucional en México, que sirvió precisamente para enmarcar la transformación del Estado mexicano, derivó de una serie de tensiones y contradicciones en el seno del propio aparato estatal, en lo que se denominó el “populismo económico” y permitió el surgimiento de un periodo de crisis grave que sirvió para hacer, como ya se ha mencionado anteriormente, lo que se denomina una intervención decisiva, modificando la propia trayectoria del Estado y promoviendo una reconfiguración de las tareas e intervenciones posteriores. No obstante, los sucesos que provocaron el surgimiento de la crisis por sí solos se quedan cortos para explicar por qué se promovieron cierto tipo de reformas y políticas para “lograr” sacar a México de dicho periodo de inestabilidad. En ese sentido, es necesario, como ya se ha hecho en el texto, enmarcar dichas acciones dentro de un marco interpretativo de la realidad, un discurso determinado basado en ideas preconcebidas, de cuál era la mejor manera de hacerlo y, con esto, promover, de igual forma, una serie de ideas, normas y prácticas que se consideraban legítimas.

Así pues, el proyecto neoliberal que se desarrolló en México a mediados del siglo XX fungió como promotor de una visión determinada, no solo del funcionamiento del mercado y, por ende, del sistema económico nacional. Además, promovió, y enfatizó, límites claros para las tareas que tenía que realizar el aparato estatal. Dicho movimiento, si se le quiere llamar así, alcanzó su cúspide con la promoción, entre los altos cuadros políticos del régimen priista, de personajes que se habían involucrado con dichas ideas a través de algunas instituciones académicas fundadas en México con tal fin, como el ITAM. Así pues, gran parte de la visión del gobierno de Miguel de la Madrid, incluyendo a él mismo, emanó, precisamente, de esta manera de entender la relación entre el Estado y el mercado, lo cual provocó, a su vez, que dichas fórmulas y marcos teóricos se transformaran en parte del discurso legitimador para la transformación del Estado. Todo esto aderezado con algunos elementos puntuales, como el uso del miedo, de la retórica nacionalista revolucionaria y del propio autoritarismo político característico del régimen posrevolucionario, que le permitieron posicionarse como la narrativa hegemónica y, de esta manera, impulsar dichos cambios.

 
 
 
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NOTAS

El fordismo atlántico hace referencia al término popularizado por Antonio Gramsci en referencia al modelo de producción basado en la línea de ensamblaje en masa, popularizado por el empresario estadounidense Henry Ford, que, de acuerdo al propio autor, se extendía a casi todos los ámbitos de la esfera social, tratando de promover toda una ética de vida del trabajador imbuido en dicho proceso y, por ende, una reconfiguración de la propia sociedad (Link, 2020: 4). Como destaca Link (2020), el término fue (re) incorporado dentro del ámbito académico a través de la Escuela Regulacionista francesa, quienes lo vincularon con el orden económico de posguerra y lo caracterizaron como un régimen de acumulación caracterizado por la producción y el consumo en masa, sindicatos con fuerte presencia y un Estado orientado a promover la demanda por medio de sus políticas económicas, el denominado Estado de bienestar (pp. 4-5).

Aunque para el caso mexicano, y debido a su contexto y características específicos, se suelen utilizar términos complementarios a estos, como Estado interventor y Estado subsidiario, en aras de ejemplificar a lo que se hace referencia cuando hablamos de transformaciones del Estado se ha decidido tomar los tipos ideales propuestos por los autores mencionados.

Para el caso de Jessop, se hace referencia explícita a la denominación “schumpeteriano” debido a que esta reformulación del Estado que lleva a cabo se encuentra fuertemente influenciada por la visión del célebre economista austriaco Joseph Alois Schumpeter. Así pues, dicha conceptualización hace referencia a la estrecha relación que existe, para el economista, de la competitividad con las ondas largas de innovación tecnológica y acumulación de capital (Jessop, 2008: 148). Por consiguiente, la función del empresario, dentro del imaginario schumpeteriano, es la de innovar en un contexto de competitividad estructural, nuevas formas de realizar las cosas para poder generar más rentas (Jessop, 2008: 148). Con esto en mente, podemos suponer que, por lo menos en términos del Estado, el cambio del Estado de bienestar keynesiano al Estado de competencia schumpeteriano hace referencia a la reorientación de las actividades de este para poder innovar dentro de un contexto de competencia capitalista para poder generar, supuestamente, mayores beneficios para la economía nacional.

El término mercantilización hace referencia al traslado de la ética del mercado a las actividades antes proveídas por el Estado. En ese sentido, la mercantilización en el contexto del paso del Estado de bienestar al Estado de competencia se refiere a la reestructuración de las funciones del Estado para que sean las fuerzas del propio mercado las que puedan producirlas o proveerlas (Birch y Siemiatycki, 2015).

Se atribuye la adopción del mote “neoliberal” al sociólogo y economista alemán Alexander Rustöw, utilizado para marcar la continuidad con el pensamiento liberal clásico, enfatizando algunas particularidades que fueron promovidas en orden de poder revigorizarlo durante el periodo de entreguerras (Escalante, 2015).

Como indica Escalante (2015), el neoliberalismo es un proyecto plenamente identificable, cuya historia se puede contar (p. pendiente). El comienzo de dicho proyecto lo encontramos en el denominado Coloquio Lippmann, organizado en la ciudad de París en el año 1938 por el periodista estadounidense Walter Lippmann, con motivo del lanzamiento de su libro The Good Society para el mercado francés (Escalante, 2015; Guillen Romo, 2018: 8). En dicho evento se congregaron una serie de personalidades afines con el ideario liberal para discutir sobre el futuro de este y, además, sobre la amenaza, de acuerdo a su visión particular, que representaban el auge de lo que denominaron ideas “colectivistas” y la fuerte planificación económica, así como el gobierno bolchevique, el nacionalsocialismo y el fascismo. Así pues, el Coloquio Lippmann se presentó como una oportunidad para revigorizar el pensamiento liberal.

Derivada de los escritos de Carl Menger, Eugen von Böhm-Bawerk y Fredrich von Wieser, la denominada Escuela Austriaca es una escuela de pensamiento económico que tuvo, durante la primera mitad del siglo XX, a Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek como sus principales exponentes. Conocidos por su postura radical que promueve un regreso al ideario liberal clásico, con algunas variaciones temporales y contextuales, los principales pilares de dicha visión son: el individualismo metodológico, el subjetivismo metodológico, el marginalismo, la idea de costo de oportunidad, estructura temporal del consumo y la producción, así como la soberanía del consumidor y el individualismo político (Boettke y Leeson, 2003: 446). Junto con Milton Friedman y la Escuela Monetarista, constituyen el núcleo del pensamiento vinculado con el proyecto neoliberal y, además, fueron los grandes líderes del movimiento.

La Sociedad Mont-Pèlerin se crea en dicha localidad suiza con la intención de aglutinar a intelectuales, periodistas, académicos y otros personajes hacia un fin común: influenciar la opinión pública y poder contrarrestar la influencia del denominado “consenso keynesiano” (Escalante, 2015), tratando de moldear las ideas y el debate en la arena pública y continuar, además, con el esfuerzo comenzado durante el Coloquio Lippmann. Su estrategia principal se centró en crear una amplia red de instituciones en todo el mundo que sirvieran como plataforma para comenzar a expandir el ideario neoliberal, porque sabían que el campo de batalla se encontraba en la expansión de las ideas y sabían que les iba a tomar tiempo ganar dicha lucha (Harvey, 2005: 21; Plehwe, 2016). Para conseguir dicho objetivo, la sociedad comenzó recibir apoyo financiero a través de asociaciones conservadores y anti New Deal como la Volker Fund, la Foundation for Economic Education, de Estados Unidos de América, y el Institute of Economic Affairs de Reino Unido (Escalante, 2015: pendiente; Guillen Romo, 2018: 31).

Como indican Vaggi y Groenewen (2003), el monetarismo es una doctrina que centra su atención en el dinero y lo pone en el centro de la actividad económica y los niveles de precio. En ese sentido, para la escuela monetarista, fuertemente vinculada con el economista Milton Friedman y la denominada Escuela de Chicago, los objetivos de la política monetaria deben de encontrarse estrechamente relacionados con el objetivo de crecimiento de la oferta de dinero y puede ser vinculado con la teoría cuantitativa del dinero (p. 319). Además de esto, Friedman, académico más conspicuo de dicha escuela, está relacionado con la Sociedad Mont-Pèlerin y el movimiento neoliberal, siendo uno de sus personajes más visibles y, por ende, más identificados con él.